La Jornada
Siguen sin entender
Luis Linares Zapata
El rijoso malestar social que emergió con motivo de la tragedia de Ayotzinapa no se ha disipado. Buena parte de ese descontento se subsumió en las pulsiones latentes de los mexicanos y ahí permanece al acecho. Cualquier estímulo puede hacerlo surgir, con igual o con mayor fuerza a la que antes tuvo. La desesperanza y rabia que dejó la colusión de autoridades y criminales, evidenciada en tan disolvente tragedia, apunta hacia una factible transformación de los valores y las costumbres vigentes. La corrupción, el patrimonialismo, el amiguismo, las complicidades, el trafique de influencias o la impunidad, que han formado parte sustantiva de la normalidad del quehacer público, iniciaron su ruta hacia el rechazo o a la exigencia de su finiquito.
Varios de los excesos, adheridos a la vetusta y decadente subcultura priísta, todavía pretenden, sin embargo, obtener carta de actualidad. Se añora, por ejemplo, la inmensa e ilimitada discrecionalidad presidencial de otorgar, con el desparpajo subsecuente, jugosos contratos a diestra o siniestra. Era una corrosiva usanza del pasado, fuera que se tratara de minas o fueran los incipientes sistemas carreteros de Michoacán o Jalisco. Así los asignó el general Lázaro Cárdenas sin que tal conducta causara escándalo alguno. Era parte de la normalidad de esos tiempos ya, por fortuna, idos aunque sea en parte. Tampoco causó alarma la malhadada cesión de la industria azucarera que hizo el general Calles al grupo obregonista: un pago de marcha de extrema "generosidad" que procreó una camada de políticos millonarios. Todavía, no hace mucho, el ranchero trasmutado en parlanchín educador, (Vicente Fox) llevó a cabo una operación azucarera que aún pesa sobre las finanzas públicas. Pero traer prácticas similares a estos alborotados días, implica correr riesgos y rechazos de variada magnitud.
Sin hacer caso de las continuas advertencias lanzadas desde diferentes trincheras de la sociedad y dando pruebas fehacientes de no entender la sensibilidad de la actualidad, tanto el Presidente como algunos de sus colaboradores y mandatarios y gerentes de menor catadura, insisten en actualizar esa decadente colección de dañinas deformaciones que "adornaron" un pasado pretendidamente heroico. Pasan, con notable cinismo, sobre los reclamos de transparencia, honestidad cabal y rendición de cuentas en la función pública, que levantan sonoras voces por aquí y por allá. La ligazón que se ha establecido en la mente colectiva entre la urgencia de terminar con la inseguridad y la violencia criminal, en aras de favorecer la concomitante tranquilidad social y los derechos humanos, es, sin duda, un sentido pronunciamiento de la población. Ante tal exigencia no hay concesión posible. La ruta respectiva de cambio en los valores se muestra ascendente e indetenible. La corrupción que plaga a diversas instituciones, incluidos en primerísimo lugar los partidos políticos, los miembros del Congreso y al Ejecutivo federal, es una práctica que se extiende y profundiza. Quizá todo este movimiento, de masiva raigambre, desemboque en el perfeccionamiento de la vida democrática en el país y fortifique la precaria salud de la República. Pero mientras tal horizonte se concreta en nuevas prácticas, valores renovados, mejores leyes e instituciones sanas, la élite directiva del país sigue tratando de voltear la mirada hacia el pasado. Actúan, con firme voluntad, adheridos a procesos que, repetidamente, chocan, de frente, con los anhelos y las necesidades de la ciudadanía. Y en ese choque se inscribe buena parte del presente nacional.
Varios de los excesos, adheridos a la vetusta y decadente subcultura priísta, todavía pretenden, sin embargo, obtener carta de actualidad. Se añora, por ejemplo, la inmensa e ilimitada discrecionalidad presidencial de otorgar, con el desparpajo subsecuente, jugosos contratos a diestra o siniestra. Era una corrosiva usanza del pasado, fuera que se tratara de minas o fueran los incipientes sistemas carreteros de Michoacán o Jalisco. Así los asignó el general Lázaro Cárdenas sin que tal conducta causara escándalo alguno. Era parte de la normalidad de esos tiempos ya, por fortuna, idos aunque sea en parte. Tampoco causó alarma la malhadada cesión de la industria azucarera que hizo el general Calles al grupo obregonista: un pago de marcha de extrema "generosidad" que procreó una camada de políticos millonarios. Todavía, no hace mucho, el ranchero trasmutado en parlanchín educador, (Vicente Fox) llevó a cabo una operación azucarera que aún pesa sobre las finanzas públicas. Pero traer prácticas similares a estos alborotados días, implica correr riesgos y rechazos de variada magnitud.
Sin hacer caso de las continuas advertencias lanzadas desde diferentes trincheras de la sociedad y dando pruebas fehacientes de no entender la sensibilidad de la actualidad, tanto el Presidente como algunos de sus colaboradores y mandatarios y gerentes de menor catadura, insisten en actualizar esa decadente colección de dañinas deformaciones que "adornaron" un pasado pretendidamente heroico. Pasan, con notable cinismo, sobre los reclamos de transparencia, honestidad cabal y rendición de cuentas en la función pública, que levantan sonoras voces por aquí y por allá. La ligazón que se ha establecido en la mente colectiva entre la urgencia de terminar con la inseguridad y la violencia criminal, en aras de favorecer la concomitante tranquilidad social y los derechos humanos, es, sin duda, un sentido pronunciamiento de la población. Ante tal exigencia no hay concesión posible. La ruta respectiva de cambio en los valores se muestra ascendente e indetenible. La corrupción que plaga a diversas instituciones, incluidos en primerísimo lugar los partidos políticos, los miembros del Congreso y al Ejecutivo federal, es una práctica que se extiende y profundiza. Quizá todo este movimiento, de masiva raigambre, desemboque en el perfeccionamiento de la vida democrática en el país y fortifique la precaria salud de la República. Pero mientras tal horizonte se concreta en nuevas prácticas, valores renovados, mejores leyes e instituciones sanas, la élite directiva del país sigue tratando de voltear la mirada hacia el pasado. Actúan, con firme voluntad, adheridos a procesos que, repetidamente, chocan, de frente, con los anhelos y las necesidades de la ciudadanía. Y en ese choque se inscribe buena parte del presente nacional.
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