Proceso
Micrositiados
DENISE DRESSER
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Allí sentada en el Senado, contemplando durante seis horas la farsa que fue la elección de Eduardo Medina Mora como ministro de la SCJN. Allí sentada escuchando las mentiras que llevan a un amigo del presidente a ocupar durante 15 años el Tribunal Supremo de la Nación. Allí sentada observando cómo un órgano “representativo” dejaba de representar e ignoraba más de 52 mil firmas ciudadanas –reunidas en apenas una semana– contra una candidatura que revelaba las penurias del poder en México. La arrogancia de Enrique Peña Nieto al imponer a alguien no calificado para el puesto. La desvergüenza del PRI que ni siquiera salió a defender la postulación. La complicidad del PAN que se prestó al trueque, a cambio de un ministro “suyo” o un certificado de impunidad para el gobernador panista de Sonora. La pusilanimidad de la izquierda dividida, con ausencias, con ambivalencias, con personajes que en el momento clave ni siquiera se presentaron a votar.
Todos exhibiéndose y exhibiendo lo que ocurre con nuestras instituciones de deliberación democrática y cómo se doblegan. O se vuelven comparsas. O promueven la protección política antes que la representación democrática. O permiten que Enrique Peña Nieto se comporte como “un presidente como los de antes”, en palabras de la politóloga Soledad Loaeza. Un presidente que se dice transformador cuando en realidad es restaurador. Un presidente que se rehúsa a cambiar la forma autoritaria de ejercer el poder que caracterizó al PRI en el siglo XX. La que permite colocar amigos, premiar compadres, repartir prebendas, ignorar la protesta o pretender que no existe.
Porque allí estaban los cuestionamientos válidos de Alejandro Madrazo, Jorge Javier Romero y Catalina Pérez Correa que impulsaron las 52 mil firmas. Las preguntas a las cuales ni el PAN ni el PRI ni el PVEM dieron respuesta jamás. ¿Por qué colocar en la Corte a alguien cuyo desempeño como funcionario público había sido tan cuestionable? ¿Por qué imponer en una institución que debe vigilar las garantías individuales a una persona que –en numerosas ocasiones– había demostrado su desprecio por ellas? ¿Por qué postular a un puesto jurídico de la mayor importancia a un abogado que había perdido tantos juicios de inconstitucionalidad y bajo cuyo mando 38 funcionarios públicos de Michoacán habían sido liberados por falta de pruebas que la PGR no fue capaz de presentar? ¿Por qué avalar la llegada a la Suprema Corte, encargada de vigilar el cumplimiento de la ley, a alguien que la había violado al permitir el entrenamiento de personal mexicano para apoyar programas de trasiego de armas desde Estados Unidos?
Eduardo Medina Mora intentó –malamente– responder a estas interrogantes mientras sus impulsores guardaron silencio o recurrieron a argumentos pueriles para apuntalarlo. Como escribió Jesús Silva Herzog Márquez: “¿No le darán pena a Medina Mora los argumentos de sus defensores? Es mi amigo, fue mi compañero, es un papá cariñoso…” Esos defensores que no tuvieron argumentos para explicar la descomposición de la justicia entre 2000 y 2009, cuando Medina Mora encabezó organismos clave –Cisen, SSP y PGR– y fueron precisamente las áreas de inteligencia, seguridad y procuración de justicia las que sufrieron mayor deterioro. No encontraron cómo encarar el hecho de que muchas de las leyes que Medina Mora empujó en aras de la “seguridad nacional” llevaron a una sistemática reducción de los derechos fundamentales de la población. No supieron cómo explicar por qué con Medina Mora aumentó la discrecionalidad abusiva de las instituciones que encabezó.
Y el Senado, en lugar de atender estas preocupaciones legítimas, las desoyó. En lugar de abrir el espacio indispensable para un debate profundo, amplio, serio, participativo, optó por obedecer las órdenes del presidente y sacrificar su autonomía. Sacrificar su papel como contrapeso. Sacrificar su tarea constitucional de vigilar al Poder Ejecutivo y no simplemente hacerle los mandados. El Senado mostró la más absoluta indiferencia ante las violaciones a mujeres por policías bajo el mando de Medina Mora en el caso de Atenco. Cerró los ojos ante el escándalo de que la PGR –cuando él la encabezó– se tardó tres años en presentar conclusiones “no acusatorias” contra tres mujeres indígenas, injustamente presas, que después fueron liberadas. Guardó silencio sobre el uso desmedido del arraigo, que llevó tan sólo a 38 sentencias condenatorias más que su predecesor. No investigó ni escrutó ni sopesó la candidatura de Medina Mora como debió hacerlo.
Y he allí las consecuencias. Un federalismo amenazado por la pérdida de contrapesos al Poder Ejecutivo que debería colocar el Poder Judicial. Un Senado desacreditado por la forma fast track en la cual procesó la postulación de Medina Mora, ante el temor de que la presión pública aumentara y el número de firmas creciera. Un nuevo ministro que fue uno de los principales artífices de la guerra fallida contra el narcotráfico que derivó en tanta sangre, tantos desaparecidos, tantos derechos violados, tantos esfuerzos infructuosos. Una ciudadanía que con 52 mil firmas exigía –al mínimo– un debate más extenso, un escrutinio más honesto, un proceso más transparente y no negociado a priori para que fuera un hecho consumado. Una clase política que sin distinciones ideológicas mina la confianza en las instituciones, en la democracia, en el gobierno, en el país.
Penoso ver al presidente de la Comisión de Justicia del Senado –Roberto Gil Zuarth– afirmando que todo había sido desahogado, y mofándose de quienes habían participado en el esfuerzo ciudadano de firmar para protestar. Penoso presenciar a senadores abyectos, ensalzando un dictamen que ni siquiera habían leído, votando al vapor. Demostrando con su actuación que el capitalismo de cuates va acompañado de la justicia de cuates. Un lugar donde la exigencia de un debate informado con amplia participación de la sociedad civil es antitético y anatema a su comportamiento. Un lugar donde 52 mil firmas son enviadas –como nos informa el senador plurinominal Gil Zuarth – a un “micrositio”. Ese paraje inhóspito donde la clase política nos condena a vivir. Micrositiados.
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