La Jornada
Después del vendaval
Rolando Cordera Campos
Lo que está en juego es el uso, o el abuso, de una concesión otorgada por el Estado a una empresa mercantil para explotar una porción del espacio aéreo que, por definición constitucional –y sentido común, agregaría yo– pertenece a la nación. Cómo debe explotarse esta facultad; cómo deben derivar de ello las relaciones de la empresa favorecida con el gobierno, el resto de la sociedad y sus usuarios específicos; cómo, en fin, inscribir este don en el conjunto siempre complejo y hasta abigarrado de la competencia, son temas que, en lo general, y seguramente en algunas particularidades que la autoridad considere estratégicas, se contemplan en el título de concesión que el Estado otorga al particular. Nada más, pero nada menos.
México ha adolecido siempre de un espacio público distorsionado por la forma explosiva en que crecieron su demografía y sus relaciones sociales fundamentales. Aquellas que apuntan de modo más o menos directo a la coordinación general de la sociedad, la conformación de sus jerarquías en el poder y la división del trabajo, así como las formas de distribución del producto social. Nada de esto ha emergido o se ha consolidado armoniosamente, conforme a un plan más o menos convenido por la comunidad y recogido por el Estado. Con cargo siempre a emergencias y urgencias del más diverso tipo, se ha modificado la Constitución hasta desfigurarla, se ha ampliado y achicado el sector público hasta volverlo caricatura, y la democracia representativa vuelto circo de tres pistas, donde hacen maromas y presumen de domadores los personajes más estrafalarios y desautorizados.
El resultado de toda esta convulsión, que ya es histórica, es la deformación inaudita del espacio público, el que construyen los ciudadanos para serlo y creerlo, y la colonización también salvaje de la esfera propiamente política de dicho espacio, donde se dirimen las cuestiones del poder y su ejercicio legítimo. Esta artera combinación ha resultado en los últimos tiempos en una situación de incredulidad y desconfianza generalizadas, un funcionamiento más que defectuoso del estado de derecho y una marcha febril y hasta forzada a la ilegitimidad de la política, la democracia y el Estado.
Recuperar y darle valor y dignidad, así como eficacia política, a la información y la comunicación social supone entenderlas como bienes públicos, de lo cual tendría que emanar una legislación donde explícitamente se consignaran deberes y derechos de los actores involucrados directamente pero también los de una sociedad ansiosa de comunicarse y de ser informada verazmente. Sin esto no hay sociedad civil ni democracia política, sino componenda aquí sí que "entre particulares", para mal de la República y de su ansia democrática. Poco o nada podrá hacerse a este respecto si la hipótesis dominante en el poder de la riqueza y en el del propio Estado es la de los piromaniacos disfrazados de bomberos que quieren apagar el fuego con más fuego.
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