¡¡Exijamos lo Imposible!!
Por Esto!
Contra la reforma energética
Tryno Maldonado
En
los días previos a la reciente promulgación de la reforma energética
que modificó los artículos 25, 27 y 28 y añadió 21 transitorios —que más
bien serán permanentes—, intelectuales, académicos y comunicadores
orgánicos del partido en el gobierno, intentaron imponer hasta el
cansancio las supuestas bondades para nuestro país de lo que, fuera de
eufemismos, significará la luz verde para la privatización de la
explotación de hidrocarburos.
Exactamente como ocurrió durante el sexenio privatizador de Carlos
Salinas de Gortari, con las nefastas consecuencias que ya todos
conocemos y padecemos al momento de pagar las tarifas más abusivas de
telefonía y algunas de las tasas de interés bancarias más altas del
mundo.
Los defensores de la reforma energética han citado ejemplos a seguir de
naciones como Noruega en lo tocante a la explotación de sus
hidocarburos. Sin embargo, aunque nos encante ejemplificar por contraste
con otros —sobre todo los escandinavos—, los promotores de la reforma
de Enrique Peña Nieto omiten algo bastante obvio: México no es Noruega.
Ni Brasil. Ni China. Noruega, a diferencia de México, no tuvo que
defender nunca su petróleo del interés de otras naciones; ni siquiera de
Suecia, de la que se independizó. Para algunos puede sonar anticuado y
nacionalista —no soy partidario de sacralizar un pasado
institucionalizado—, pero es innegable que el pasado de México, a
diferencia del de otras naciones, ha otorgado un profundo peso histórico
e ideológico a la defensa del petróleo. El contexto, por lo tanto, no
puede ser sino muy distinto al de otras realidades; y muy difícil
también de soslayar al momento de traer el tema al presente.
El del petróleo no es un asunto de patriotas contra traidores
vendepatrias. Es un asunto de los intereses voraces del gran capital
internacional contra los intereses de los más desprotegidos: los
ciudadanos, los trabajadores.
Ante el debilitamiento que vivió el régimen autoritario del PRI a raíz
del 68 mexicano y la posterior guerra sucia durante los años setenta, el
entonces presidente José López Portillo realizó un intento desesperado
por salvar lo que Mario Vargas Llosa llamó la “dictadura perfecta”:
petrolizó la economía. Administrar la abundancia sin propiciar la
democracia que el país exigía. Financiar y garantizar la permanencia del
régimen.
A una generación entera de mexicanos nacidos en esa década se
nos obligó a memorizar en las escuelas públicas, y de manera acrítica,
la salmodia oficialista del PRI de que el territorio nacional tenía la
forma de un “cuerno de la abundancia”. Una propaganda retórica no muy
distinta a la que emplea Peña Nieto en los medios de comunicación hoy en
día respecto al tema del petróleo y la riqueza y los beneficios que
supuestamente obtendremos de su liberalización.
Aquella abundancia mitificada daba abasto incluso para sostener las
grandes fortunas que se amasaron en torno a la corrupción de la
paraestatal encargada del petróleo. (Una corrupción que la reforma
energética de Peña Nieto, no obstante, no toca porque a toda la clase
política así le conviene). Sin embargo, aquel espejismo del cuerno de la
abundancia nos duraría muy poco: ya para el sexenio de Miguel de la
Madrid en los años ochenta el país estaba ahogado en deuda.
A decir del historiador Lorenzo Meyer, la orden fue “ordeñar a Pemex y
después vemos qué sucede”. El abuso de los recursos obtenidos del
petróleo para paliar la eterna deficiencia de nuestro sistema fiscal y
la caída de los precios internacionales, tuvieron como resultado las
sucesivas crisis económicas en las que mi generación debió crecer
todavía hasta el sexenio de Ernesto Zedillo y la actual reinstauración
con Peña Nieto en que la economía no ha logrado repuntar más allá de un
mediocre 1.3 por ciento del PIB.
Cuando Salinas de Gortari firmó el Tratado de Libre Comercio de América
del Norte (TLCAN) que entró en vigor en 1994, lo único que salvó al
petróleo mexicano de ser liberalizado fue la llamada “cláusula de
exclusividad” con la que el Estado conservó como desde la época de
Lázaro Cárdenas el monopolio de la explotación petrolera. Pero,
siguiendo la misma tendencia de aplicar políticas neoliberales que
Salinas de Gortari no logró concretar del todo en su sexenio —Telmex
para Carlos Slim, Banamex para el primo de éste, Alfredo Harp Helú,
etcétera—, ahora Peña Nieto ha conseguido lo inaudito por medio del
séptimo de los 21 artículos transitorios de la reforma energética:
eliminar dicha cláusula de exclusividad.
Es decir, el tratado de libre comercio con Estados Unidos y Canadá está,
desde el pasado día 20 de diciembre, por encima de nuestra propia
Constitución. Así, a decir de los expertos, el Estado mexicano se queda,
gracias a esta reforma, sin herramientas para intervenir o expropiar,
aun en caso de que en el futuro ocurra un desabasto de gas, gasolina o
energía eléctrica de parte de las empresas privadas. Los conflictos por
contratos o licencias, por tanto, deberán dirimirse en las instancias
internacionales; el Estado mexicano ya no podrá detenerlas ni
sancionarlas, incluso cuando las empresas extrajeras que tengan
licencias para explotar los hidrocarburos incurran en abusos. Ocurrió
hace tiempo en Nicaragua, para no ir más lejos. La entonces dominante
española Repsol retó, presionó y finalmente obligó al gobierno a
encarecer los precios del gas.
Por si fuera poco, esta reforma —junto al resto de las promovidas por
Peña Nieto, como la reforma política destinada a perpetuar la hegemonía
del PRI— viene a reforzar la figura del viejo régimen presidencialista
de partido de Estado, en el que el Ejecutivo concentraba todo el poder y
bajo el cual los otros dos poderes estaban subordinados. Para muestra
estos ejemplos:
El artículo 93 de la Constitución permitía antes de la reforma
energética que el Congreso conformara comisiones de investigación para
los organismos descentralizados. Como Pemex deja de ser una paraestatal y
se vuelve una empresa pública, los mecanismos de vigilancia del Poder
Legislativo quedan anulados; ni siquiera podrán llamar a comparecer a su
director. Además, los comisionados de la nueva Comisión Nacional de
Hidrocarburos serán impuestos directamente por el Ejecutivo. Asimismo,
el dinero del nuevo Fondo Mexicano del Petróleo será controlado por el
Banco de México, y no podrá ser transparentado a la ciudadanía gracias
al secreto bancario bajo el que opera.
Privatizar no es sinónimo de “desarrollo” ni de “progreso”, como nos han
querido hacer creer la insistente campaña mediática de Peña Nieto y sus
opinólogos orgánicos. Privatizar tampoco es sinónimo de erradicar la
corrupción (casi siempre, de hecho, es lo contrario). Y lo más
importante: privatizar no es sinónimo de democratizar un país. El
liberalismo no entraña democracia. Puede esconder, incluso, el refuerzo
de la permanencia de un régimen o un partido autoritario en el poder. El
caso de China es paradigmático en ese sentido, y parece que hacia allá
nos quisiera dirigir el PRI de Manlio Fabio Beltrones y Peña Nieto. Por
supuesto que a las grandes empresas que invierten en otros países lo que
menos les importa es si el Estado está controlado por un único partido o
si su gobierno es o no democrático.
Ni siquiera hay que ir tan lejos en el tiempo o en los casos
internacionales para proyectar qué ocurrirá en México con la entrada de
empresas petroleras extranjeras. El modo tan poco escrupuloso de operar
de las mineras canadienses en territorio nacional es una muestra
clarísima y desalentadora. Éstas no aplican ni por asomo los mismos
parámetros éticos ni legales ni de pagos de impuestos al gobierno
mexicano que los que sí aplican con el gobierno canadiense. Brillan, al
contrario, por los abusos a sus trabajadores, que en más de la mitad ni
siquiera están inscritos al IMSS; por el saqueo descarado de los
recursos naturales locales, pues poseen concesiones equivalentes a la
mitad del territorio del país; por los daños irreparables al medio
ambiente y a la salud de los pobladores en donde se asientan; por los
conflictos sociales que desatan, los desplazamientos de pueblos,
principalmente indígenas. Basta leer el último estudio de la Comisión
para el Diálogo con los Pueblos Indígenas de México (CDPIM) sobre las
condiciones en que maniobran las mineras extranjeras en territorio
nacional para darse una clara y realista idea de lo que llegará a ser un
posible escenario con las petroleras foráneas en nuestro país.
Justo a eso, y no a otra cosa, se refieren los que dicen que la reforma
energética de Peña Nieto le quitará soberanía a nuestro país. No es mera
retórica nacionalista ni anticuada, como critican algunos. Es un hecho a
punto de ser consumado en los próximos años si desde la sociedad no nos
organizamos para ponerles un alto a los corruptos partidos políticos
firmantes del Pacto por México que jamás nos han escuchado y que
mantienen secuestrado al país.
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