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Maquiavelo: conflicto, República y Estado
Francisco Valdés Ugalde
La prueba de la democracia es su capacidad para procesar el conflicto y
devolverlo a la sociedad como unidad del Estado. Si eso ocurre, la
democracia hace posible el cambio sin violencia. Ello llama al disenso
como una de sus condiciones sine qua non del sistema democrático, pero a
un disenso que opera sobre la base de consensos fundamentales.
Entre estos últimos está el acuerdo con las reglas del juego político,
que se traduce en la disposición de todos los actores relevantes a
apegarse a dichas reglas, disposición a la que necesariamente debe
corresponder un alto costo de no conducirse con arreglo a ellas. Todos
los disensos se valen menos ese, y cuando este consenso se deteriora es
necesario reconstruirlo con la voluntad de todos y cada uno de los
actores relevantes. Si alguno queda fuera de él peligrará el resto del
edificio.
Este es uno de los principales hallazgos de Nicolás Maquiavelo si su
obra se considera unitariamente y no solamente con la lectura Del
Principado (mejor conocida como El Príncipe) De ahí su preferencia por
la república (no por el principado) como forma de gobierno.
Naturalmente, entre el siglo XV y el XVI era improbable que a ello se
añadiera la democracia; realidad y concepto que sólo se forja después
del absolutismo que se impuso a la república imaginada por el
florentino.
Democracia y república son, hoy en día, un binomio inseparable que
podemos comprender gracias a las bases puestas por Maquiavelo. Ese
binomio es la democracia representativa. Esta se puede concebir de forma
minimalista o, con un ánimo superior, de una forma más comprensiva. Las
concepciones minimalistas de la democracia se limitan a dos elementos
esenciales: los ciudadanos eligen a sus gobernantes y el poder que
ejercen se organiza para hacerlo controlable y responsable. Esta visión
pone el énfasis en la selección y control de las personas, pero descuida
las políticas y las ideas durante (subrayo el durante) el ejercicio del
gobierno; reduce la representación a la elección pero olvida la
interacción de políticos y ciudadanos durante el ciclo gubernamental.
En forma clásica, la prensa jugaba el papel de intermediación entre la
sociedad y el poder político, transmitiendo las críticas, sentimientos y
opiniones recogidas de la comunidad para influir en la confección del
“interés común”. Sin embargo, la revolución tecnológica que comenzó con
la radio, siguió con la televisión y se proyecta cada vez más hacia los
medios digitales dislocó por completo esa función. No únicamente por
razones técnicas, sino porque, como diría Marshall McLuhan “el medio es
el mensaje”, es decir, la tecnología determina el modo en que nos
comunicamos. Y ello incluye una tendencia a la concentración
monopolista, al igual que ocurrió con la prensa: el negocio entró en
conflicto con el “interés común”; invirtió el “mensaje”.
De ahí la necesidad de pensar la democracia representativa de modo
amplio, como un sistema en que no solamente se elige a personas, sino a
las ideas y las políticas de las que son portadoras. Y aquí se hace
presente el descrédito de la política. Los ciudadanos se encuentran una y
otra vez con que los elegidos traicionan a los electores, con que los
partidos políticos tienen intereses que los alejan de la sociedad, con
que lo que se dice en las campañas es invertido una vez que se ocupa el
poder, con que el poder, aun en la democracia, se sale de madre
constantemente y no pocas veces revierte su finalidad de servir al
interés común.
Para bien o para mal, solamente en el sistema democrático es posible
encauzar el conflicto sin violencia, solamente en él se puede edificar
una república, y únicamente a través de la democracia es dable construir
el Estado como verdadera unidad. La realidad contemporánea arroja
múltiples retos en este respecto. Uno de ellos es el de conservar o
construir estados democráticos en un mundo atravesado transnacionalmente
por las más diversas fuerzas, de las que es imposible e ilusorio
aislarse.
Si aplicamos esta mirada a México, como a cualquier país con democracia
incipiente, el imperativo de los gobernantes (incluyo a toda la clase
política) es ampliar y fortalecer las instituciones donde se procesa el
disenso y concurrir con todos los actores relevantes a la construcción
de un piso básico consensual; un piso sobre el que el disenso cobre
sentido como negociación política. Los fines importan, por consiguiente
las instituciones de la política que procesan el conflicto son cruciales
para hacer de este un motor productivo para el interés común.
La violencia y el recurso a la “salida” del juego político son el mayor
riesgo. Lamentablemente, en nuestro país se ha difundido la violencia
criminal y aflora en varios sitios la violencia social. Sólo una
república bien ordenada puede conjurar tal peligro.
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