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El caso del desempleado y su casa de siete millones
Juan José Morales
Son tantos y tan frecuentes los escándalos de que son protagonistas los miembros de la clase política en México, que tan pronto comienza a conocerse a fondo uno, surge otro que opaca al anterior y hace olvidarlo, y ese nuevo no tarda en caer en el olvido porque brota otro, y así sucesivamente. Tal es el caso de lo que el pueblo bautizó como La Casita Blanca, la lujosa mansión que en parte fue cedida a la esposa del presidente Peña Nieto por Televisa cuando se beneficiaba con jugosos contratos de publicidad de su gobierno, y en parte le fue vendida por la empresa constructora Higa, igualmente beneficiada con jugosos contratos de obras públicas por Peña Nieto.
Resulta así que, en sentido estricto, Videgaray no ha cometido delito alguno. Y no han faltado en los medios de comunicación opiniones y comentarios que insisten en librarlo de toda culpa y presentarlo casi como una víctima de ciertos malévolos personajes que se mueven en las sombras para desprestigiar a los miembros del gabinete y torpedear las reformas económicas que promueve Peña Nieto.
Esos intentos por lavar la imagen de Videgaray a veces alcanzan las sublimes cumbres del ridículo. En cierto programa de radio escuché a una comentarista, cuyo nombre no vale la pena mencionar, explicar muy seriamente que ninguna ley prohíbe a un desempleado comprar una casa, y tampoco hay ley alguna que prohíba a una empresa constructora venderle una casa a un político.
El calificativo de desempleado colgado a Videgaray obedece al hecho de que —según explicó la comentarista de marras— en el momento en que compró la residencia, dos meses antes de ser nombrado secretario de Hacienda, no tenía cargo ni empleo alguno. Técnicamente, entonces, podría catalogársele como desempleado. Tan desempleado como los obreros calificados despedidos de las fábricas que tras meses o años de buscar empleo inútilmente terminan en la economía informal, como los egresados de las universidades que peregrinan en busca de trabajo con su título en la mano, o como las personas a quienes pese a su experiencia y conocimientos las empresas se niegan a aceptar por ser mayores de 40 años.
Estrictamente hablando, Videgaray estaba, pues, en la misma y triste situación de desempleado. ¿O no? Bueno, propiamente sin trabajo, no estaba. En octubre de 2012, cuando compró su nada modesta vivienda, era Coordinador General para la Transición Gubernamental. Ciertamente, no era un cargo oficial, y —seguimos con lo de estrictamente hablando— no tenía por tanto condición de funcionario público. Pero ya en ese entonces para nadie era un secreto que sería nombrado secretario de Hacienda.
Tampoco era un desempleado cualquiera. A diferencia de los comunes y corrientes, en ese lapso de desempleo —antes había sido coordinador general de la campaña electoral de Peña Nieto— pudo comprarse la casa de siete y medio millones de pesos, aunque fuera para pagarla en cómodos abonos. Y parece que la compra le trajo buena suerte, porque, según declaró, en enero de este año optó por liquidar totalmente el adeudo, quizá porque se sacó la lotería, encontró un tesoro escondido o recibió una herencia inesperada.
Estrictamente hablando también, y como él sostiene, Videgaray no puede ser acusado de ningún delito. No violó ninguna ley. Sólo queda preguntar si su actuación fue transparente y estuvo ajustada a la ética.
Comentarios: kixpachoch@yahoo.com.mx
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