La Jornada
Se puede; no quieren
Luis Linares Zapata
El aluvión de enojos, protestas e ideas para mejorar la gobernabilidad y la vida en común, desatado a lo largo de este otoño de los descontentos y las tragedias, ha sido abrumador. En especial lo ha sido para las cúpulas decisorias del país. Todavía no atinan a ensayar siquiera un diagnóstico aceptable, menos aún elucubrar respuestas aceptables, aunque sean en tonos y contenidos de menor catadura. La ruta trazada por el oficialismo público en funciones carece de resortes para enfrentar la presente crisis. Una real crisis de régimen a la que se busca encauzar, simplemente, con paliativos circunstanciales, refritos de leyes y tácticas mediáticas. El tratamiento oficial es evidente: retornar, a la brevedad posible, a la así llamada normalidad. Un derrotero que carece de asideros que lo puedan sostener y encauzar. Los errores tras una tentativa de ese tipo, surgen con las horas y la desazón ciudadana crece sin cesar.
México, ahora se ve con mayor precisión, no puede quedar desvinculado del contexto mundial. El terremoto que afectó a varios países sudamericanos desde la pasada década, posibilitó la emergencia de gobiernos de orientación social demócrata e izquierda. Por desgracia aquí no se tuvo tan promisoria renovación. Los avatares electorales ya pasados negaron la emergencia de una composición plural buscada. La férrea confluencia de fuerzas hasta ahora dominantes lo impidió. Éstas, en cambio, han impuesto su modelo sin contemplación alguna que valga al resto de la sociedad. El entramado de intereses que amalgaman –que es, ciertamente, de enorme magnitud– le ha permitido a la plutocracia local modelar, en su exclusivo beneficio, la que parecía una prometedora transición democrática. El volumen de sus recursos posibilitó, además, la captura, no sólo de los partidos políticos existentes, sino del conjunto institucional mexicano. Los apoyos que reciben de sus contrapartes externas, hasta ahora efectivos, catapulta sus potencialidades hasta instalarse como un horizonte hegemónico que amedrenta y somete a diestra y siniestra. Los fraudes electorales, repetidos tres veces en pocos años, no sólo han causado desaliento, sino que precariza las conciencias hasta tornarlas marginales. El aparato de convencimiento –casi por completo en manos del empresariado de gran tamaño– ha ensamblado el complemento adormecedor del descontento y un nocivo derivado: la fragmentación de la protesta. De ahí la importancia que adquieren eventos disruptivos como los actuales. Ayotzinapa ha tenido la fuerza de un huracán devastador. Abrió una enorme brecha en el cuerpo social por la cual ha salido, en tropel, el enojo y la desesperación acumulada.
Hasta el momento, el oficialismo priísta no parece receptivo al cambio planteado por aquí y por allá con urgencia. Se asegura, desde las alturas decisorias, la continuidad del modelo vigente a pesar de tragedias y dolores. Los mensajes enviados por el empresariado de nivel, para quien se viene gobernando desde hace décadas, son terminales: apliquen la ley y den un respiro fiscal. Bien se puede afirmar que las transformaciones son posibles y harto convenientes, pero el priísmo no se quiere (y, a lo mejor no sabe cómo) correr tal aventura.
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