¡¡Exijamos lo Imposible!!
Por Esto!
El fin justifica los méritos
Iván de la Nuez
Con la expansión de la crisis actual, los méritos han vuelto a tener
predicamento. No es para menos, habida cuenta de esas grandes masas
preparadas, la mayoría jóvenes, que viven un desencuentro estructural
con el mercado laboral. Y no es para menos, habida cuenta de que el
asunto no trata sólo del desempleo. Casi tan grave es cuando éste es
continuado por un empleo precario y la gente, frente a la nada, acaba
conformándose con lo poco. Así funciona, hoy, este sistema.
No es extraño, en esa situación, que la meritocracia se convierta en una
fantasía que nos habla del triunfo definitivo del talento y el esfuerzo
del “hombre hecho a sí mismo”, como aquel John Wayne, “fuerte, serio y
formal”, de las películas del Oeste. Pero si los méritos por encima de
(casi) todo son evidentes en la guerra o el deporte, resulta que en la
burocracia o los negocios conviene hurgar en las tinieblas para entender
algo sobre ellos.
Y es que los méritos no son magnitudes neutras, por la sencilla razón de
que ninguna sociedad premia aquello que la cuestiona. Quizá por eso
Adam Smith criticara, hace dos siglos, a los sujetos portadores de
“estados impropios” –el libertador pobre, el llanero violento, la
víctima o el gobernante manirroto que regala lo ajeno- como lastres de
una meritocracia en la que había de prevalecer lo doméstico y lo
estable. Por decirlo de algún modo, por debajo del discurso capitalista
sobre los méritos, más que a la virtud lo que se premiaba era la
obediencia. Tal virtud residiría más en el arte de acatar las normas que
en el de romperlas.
No puede decirse algo distinto del comunismo, donde la fidelidad –al
partido, a la causa o al secretario general- siempre fue valorada como
El Mérito, así de mayúsculo.
Con el capitalismo actual de las nuevas tecnologías, la idea del mérito
sufre una mutación importante. Ahora la meritocracia privilegia al
misionero solitario que, surgido de un garaje, acaba amasando millones,
razón por la cual ha encumbrado a un rey (Bill Gates), canonizado a un
santo (Steve Jobs) y condenado a un demonio (Kim Dotcom).
De una u otra manera, cuando hablamos de méritos realmente nos estamos
refiriendo a “oportunidad”. Sobre todo si esos méritos tienen que
vérselas con una sociedad contemporánea cuyo descalabro no viene
servido, precisamente, por la carestía sino por la sobreabundancia. No
impera entre nosotros el reino de la necesidad sino el de la creación de
adicciones de consumo, no vivimos bajo el sello de la demanda sino bajo
el de la oferta. Al capitalismo actual no le basta con la dosis;
requiere a toda costa la sobredosis.
Es importante añadir que la meritocracia, término acuñado en 1958,
surgió como un vocablo peyorativo y sometido a crítica. No fue hasta la
irrupción del neoliberalismo que empezó a “abrillantarse”. Y no es
casual que fuera nada menos que Tony Blair –el rey de la tercera vía- el
encargado de redimensionar el término para enfurecimiento de su
descubridor: Michael Young.
La meritocracia define ese momento en el que nuestro tiempo queda
secuestrado por la competencia. Su virtud no radica en el valor
propiamente dicho sino en la autoridad que lo concede. Lo que impulsa a
la meritocracia es el malestar de una clase que lucha a brazo partido
por ser otra. Antes, aparecía como un trampolín para ascender
socialmente; ahora, no es más que un clavo ardiendo al que agarrarse
para no descender todavía más.
Por todo ello, la meritocracia no se entiende sin el miedo a la pobreza.
De ahí que tantas veces tome la forma de la zanahoria perseguida por el
burro. Un estímulo pavloviano por el que seguimos salivando nuestra
ilusión por convertirnos en otros.
www.ivandelanuez.org
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