domingo, 17 de noviembre de 2013

Y ahí vamos persiguiendo la zanahoria

¡¡Exijamos lo Imposible!! 
Por Esto!
El fin justifica los méritos
Iván de la Nuez

Con la expansión de la crisis actual, los méritos han vuelto a tener predicamento. No es para menos, habida cuenta de esas grandes masas preparadas, la mayoría jóvenes, que viven un desencuentro estructural con el mercado laboral. Y no es para menos, habida cuenta de que el asunto no trata sólo del desempleo. Casi tan grave es cuando éste es continuado por un empleo precario y la gente, frente a la nada, acaba conformándose con lo poco. Así funciona, hoy, este sistema.

No es extraño, en esa situación, que la meritocracia se convierta en una fantasía que nos habla del triunfo definitivo del talento y el esfuerzo del “hombre hecho a mismo”, como aquel John Wayne, “fuerte, serio y formal”, de las películas del Oeste. Pero si los méritos por encima de (casi) todo son evidentes en la guerra o el deporte, resulta que en la burocracia o los negocios conviene hurgar en las tinieblas para entender algo sobre ellos.

Y es que los méritos no son magnitudes neutras, por la sencilla razón de que ninguna sociedad premia aquello que la cuestiona. Quizá por eso Adam Smith criticara, hace dos siglos, a los sujetos portadores de “estados impropios”el libertador pobre, el llanero violento, la víctima o el gobernante manirroto que regala lo ajeno- como lastres de una meritocracia en la que había de prevalecer lo doméstico y lo estable. Por decirlo de algún modo, por debajo del discurso capitalista sobre los méritos, más que a la virtud lo que se premiaba era la obediencia. Tal virtud residiría más en el arte de acatar las normas que en el de romperlas.
No puede decirse algo distinto del comunismo, donde la fidelidad al partido, a la causa o al secretario general- siempre fue valorada como El Mérito, así de mayúsculo.

Con el capitalismo actual de las nuevas tecnologías, la idea del mérito sufre una mutación importante. Ahora la meritocracia privilegia al misionero solitario que, surgido de un garaje, acaba amasando millones, razón por la cual ha encumbrado a un rey (Bill Gates), canonizado a un santo (Steve Jobs) y condenado a un demonio (Kim Dotcom).

De una u otra manera, cuando hablamos de méritos realmente nos estamos refiriendo a “oportunidad”. Sobre todo si esos méritos tienen que vérselas con una sociedad contemporánea cuyo descalabro no viene servido, precisamente, por la carestía sino por la sobreabundancia. No impera entre nosotros el reino de la necesidad sino el de la creación de adicciones de consumo, no vivimos bajo el sello de la demanda sino bajo el de la oferta. Al capitalismo actual no le basta con la dosis; requiere a toda costa la sobredosis.

Es importante añadir que la meritocracia, término acuñado en 1958, surgió como un vocablo peyorativo y sometido a crítica. No fue hasta la irrupción del neoliberalismo que empezó a “abrillantarse”. Y no es casual que fuera nada menos que Tony Blairel rey de la tercera vía- el encargado de redimensionar el término para enfurecimiento de su descubridor: Michael Young.

La meritocracia define ese momento en el que nuestro tiempo queda secuestrado por la competencia. Su virtud no radica en el valor propiamente dicho sino en la autoridad que lo concede. Lo que impulsa a la meritocracia es el malestar de una clase que lucha a brazo partido por ser otra. Antes, aparecía como un trampolín para ascender socialmente; ahora, no es más que un clavo ardiendo al que agarrarse para no descender todavía más.

Por todo ello, la meritocracia no se entiende sin el miedo a la pobreza. De ahí que tantas veces tome la forma de la zanahoria perseguida por el burro. Un estímulo pavloviano por el que seguimos salivando nuestra ilusión por convertirnos en otros.

www.ivandelanuez.org

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