¡¡Exijamos lo Imposible!!
Proceso
Democracia corrompida
Algo está podrido en la púber democracia mexicana. El régimen nacido
entre 1997 y 2000 no ha sido capaz de liberarse de su linaje
autoritario, dando lugar a un híbrido en el que las buenas leyes son
violadas por los participantes en los procesos electorales y por las
autoridades encargadas de garantizar la limpieza de éstos. Dicho círculo
tramposo, constituido por un depurado mecanismo de simulaciones y
ocultamientos, nos impide acceder al estadio de la integridad electoral,
parámetro normativo indispensable de la auténtica democracia. Lo que se
tiene en México es lo contrario: turbiedad electoral. Un grotesco juego
de máscaras, cubierto por el manto de la complicidad y la complacencia
generalizadas, en el que los actores políticos no son los promotores de
la democracia, sino sus corruptores.
Nuestra
democracia adolescente evoca a la retadora Alicia o a la insinuante
Teresa de Balthus (museos Pompidou y Metropolitan, respectivamente).
Nadie cree que la quinceañera vestida de crinolina blanca descendiendo
la escalera del salón de fiestas envuelta en humos de hielo seco sea la
señorita respetuosa del catecismo democrático que se promueve en los
discursos. Todos los invitados a esa fiesta ficticia y dispendiosa
recuerdan con orgullo las perversiones que le enseñaron desde pequeña.
Lamentablemente, lo que vivimos en México no es fruto de la imaginación
literaria o pictórica, sino una deleznable realidad cotidiana, como la
de las jovencitas obligadas a prostituirse desde niñas. (¿Te acuerdas,
apá? –pregunta nostálgico el góber precioso.) El árbol que crece torcido
es para treparse y jugar en él.
Como lo han confirmado las
elecciones celebradas en 14 estados del país el pasado 7 de julio, la
democracia mexicana está rodeada de obstáculos que le impiden
consolidarse, a pesar de sustentarse en leyes e instituciones que,
formalmente, se hallan a la altura de las mejores del mundo. El primero
de esos obstáculos es el instrumento esencial de la democracia
representativa: los partidos políticos. De acuerdo con el informe más
reciente de Transparencia Internacional sobre la corrupción en 107
países, los partidos políticos son la institución más corrupta a nivel
mundial, con una calificación promedio de 3.8 en una escala del 1 al 5.
Uno de los peores resultados en este rubro los obtuvo México (junto con
Grecia y Nepal), donde la percepción de corrupción de los partidos
políticos alcanzó un puntaje de 4.6, sólo por debajo de Nigeria, con
4.7. (Global Corruption Barometer 2013, páginas 15-17.)
Ello
significa que los partidos políticos de México son paradigma de la
corrupción institucional en el mundo. El bien ganado honor lo tenemos a
la vista. Lejos de cumplir con el mandato constitucional, los partidos
operan como oligarquías patrimonialistas. Camarillas de
abusados-abusivos, especialistas en la triquiñuela y el engaño, ávidas
de la concupiscencia del poder.
El sistema de partidos de México,
al que en algún momento Sartori llamó “hegemónico pragmático”, sigue
siendo un ente sui géneris, inclasificable; un amasijo que ha sustituido
la hegemonía por la pluralidad y ha sumado la promiscuidad al
pragmatismo. La pregonada renovación del PRI responde más a la obligada
adaptación a un pluralismo emergente que a la evolución de las ideas y
convicciones que norman su actividad política. El virus autoritario
sigue circulando por sus venas y, lo que es peor, ha contagiado a todos
sus adversarios. La derecha, las izquierdas y las rémoras son hoy
remedos del PRI de siempre.
En la medida de sus posibilidades y
con el apoyo de los gobernadores, todos los partidos recurren a las
consabidas artimañas: compra de votos, sea mediante acarreo, gorras,
tortas, despensas, dinero en efectivo o en monederos electrónicos, o a
cambio de beneficios con recursos de la Sedesol para combatir la
pobreza; compra de publicidad disfrazada de información; compra de
encuestas, de voces y de plumas; rebase maquillado de gastos de campaña;
guerra sucia; caídas del sistema o del PREP. Todos los partidos se han
vuelto expertos en esas y otras expresiones del chanchullo electoral
vigente. Al mismo tiempo, todos lanzan furiosas acusaciones contra sus
adversarios por haber incurrido en dichas prácticas. La comisión de los
delitos electorales casi siempre queda impune. Por ello es recurrente.
La Fepade es una institución fantasma.
Los partidos políticos son
el primer eslabón de un ciclo perverso de simulación democrática.
Seleccionan a los candidatos a puestos de elección popular no por su
capacidad y probidad, sino por su cercanía con los jefes. Por tanto, la
elección ciudadana no se da entre los mejores, sino entre los escogidos
por las cúpulas partidistas. Al llegar al Congreso o a sus cargos
públicos, dichos personajes actúan principalmente en función de sus
intereses y los de la camarilla partidaria a la que pertenecen, no de
los ciudadanos a los que supuestamente representan y sirven, menos aún
en beneficio del interés nacional.
A su vez, los consejeros
electorales son elegidos por el Congreso, lo cual ha convertido al IFE
en “la casa de la partidocracia” o en rehén de los partidos, y en
tiempos recientes ese instituto parece haber cambiado sus siglas por el
acrónimo Prife. La credibilidad y autonomía del IFE se ha puesto en duda
por dos decisiones parciales e inverosímiles: la exoneración del PRI en
el caso Monex, y la aprobación del informe de la Unidad de
Fiscalización sobre los gastos de campaña en la elección de 2012. Este
embrollo jurídico y contable de 5 mil fojas fue hecho para tapar el sol
con un dedo mediante el prorrateo de lo evidente.
A este
deplorable panorama sobre la baja calidad de la democracia mexicana se
agrega un elemento aterrador: la intervención del crimen organizado en
los procesos comiciales, como lo ha documentado Jesús Cantú en estas
páginas (Proceso 1914).
Los partidos y sus representantes en el
Congreso están prestos a reformar y a transparentar todo, menos a sí
mismos. Urge una ley de partidos y reformar la Ley Federal de
Transparencia para supervisar a esos opacos y corruptos entes de interés
público, como condición ineludible para el avance democrático.
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