¡¡Exijamos lo Imposible!!
Proceso
La falacia reformista
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Con una gran desfachatez, se ha tejido y
luego destejido la idea de que ha llegado la hora de la gran reforma en
la educación, aunque se sigue proponiendo lo mismo que hace dos
sexenios, y lo que se presenta como novedad es sólo un discurso
repetido.
Resulta, sin embargo, hasta vergonzoso que la opinión de
algunos especialistas en el tema, y hasta la de quienes dicen estar del
lado opuesto al régimen, avalen la continuidad de la sociedad de la
ignorancia. ¿Qué nadie se acuerda de que durante los gobiernos de Fox y
Calderón se propusieron la más “verdadera” revolución educativa, la
Alianza para la Calidad de la Educación y el examen universal para los
maestros? Algo se ha de esconder detrás de un olvido tan increíble en
ciertos personajes.
El primer embrollo argumentativo, por ejemplo,
que aparece como “novedoso”, y con el cual arrancó la iniciativa de
reforma constitucional de Peña Nieto, es que se está recuperando la
“rectoría del Estado” en la educación. Siendo este el tema central del
documento de referencia, no se aclara a qué se refiere y por qué o de
quién se tiene que recuperar. ¿Estaba secuestrada la educación?; ¿se le
había abandonado?; quien antes la dirigía, ¿no era parte del Estado?;
los funcionarios en turno, por ser de otro partido, ¿no tomaban
decisiones de Estado en el sector? Y más allá de estas preguntas que
quedaron en el aire en la propuesta de reforma constitucional, lo que
debería aclararse es: ¿qué significa para el gobierno del PRI retomar la
“rectoría del Estado”.
Si se trata en realidad de asumirla como
tal, esa rectoría no aparece en los términos de la iniciativa ni en los
hechos que se han ido conociendo día a día. Porque, de ser así, ello
tendría que ver con un articulado legislativo de reforma constitucional
que pondría la educación como un bien público garantizado por el Estado
(y no por los particulares); con la propuesta de construir un nuevo
sistema de contenidos, métodos y lenguajes para alcanzar, en un cierto
tiempo, un aprendizaje significativo de conocimientos imprescindibles
para todos, y durante toda la vida, en igualdad de circunstancias; con
una calidad que se obtenga por la vía de logros cognitivos de alto valor
social para desarrollar habilidades y capacidades en las personas, sin
distingo de sexo, ubicación territorial o grupo cultural, para
transformar la sociedad en beneficio de la colectividad. Esto
significaría, asimismo, sustentar presupuestos que fueran compatibles
con dicha responsabilidad de Estado, que no dependieran de ningún
gobierno en turno ni de ningún otro grupo en lo particular (sea este un
sindicato o un grupo empresarial o de presión), desde un proyecto para
construir una sociedad más justa. También, por lo menos, deberían
aparecer acciones programadas y explícitas para la reforma en la
integración y articulación de los niveles de estudio, la
infraestructura, los libros de texto, los espacios múltiples de
aprendizaje (no basta repartir computadoras), la participación ciudadana
en la conducción de las escuelas, la salud integral (no sólo el tema de
la comida “chatarra”, porque parecen igual de graves la violencia en
las escuelas, los problemas relacionados con la sexualidad y con el uso y
manejo del internet y las deformaciones lingüísticas en las redes
sociales), entre otras cosas.
Esto, que debió ser un trabajo
previo a la reforma del artículo tercero constitucional, desde un
articulado más completo bajo la forma de una nueva Ley de Educación
Nacional, quedó en el limbo en la propuesta de EPN cuando dijo (página
6): “El tratamiento de los demás factores (que inciden en la calidad)
podrá (…) ser objeto de modificaciones legales (¿sólo legales?; ¿por qué
no organizativas o pedagógicas?) y administrativas en caso de estimarse
necesarias” (¿no son ya necesarias desde ahora?). Nada, lo que se
vuelve a decir es que se harán pruebas, exámenes y más pruebas. Y que
los destinatarios serán los maestros, con todo y que no se precisó la
cobertura de los exámenes que se aplicarán ni a quiénes. La iniciativa,
pues, estuvo llena de irregularidades conceptuales y políticas.
Por
ejemplo, no se llegó a diferenciar la cobertura que tendrá el
desarrollo del denominado “servicio profesional docente” para las
diferentes categorías de trabajadores de la educación: profesores de
aula, asesores, investigadores, directivos, supervisores u otro tipo de
personal (que por cierto ni siquiera se mencionó, como los técnicos, los
trabajadores de la cultura, de resguardo del patrimonio u otros
oficios), y se les redujo a la negociación que se realizaba con una
organización gremial (el SNTE), como si ésta fuera la única que los
organizara y defendiera.
Lo más sensato hubiera sido impulsar una
iniciativa de ley que pudiera abarcar la formación, actualización,
ingreso, promoción y estabilidad del trabajo en el sistema educativo
nacional, para impulsar un cambio de fondo en las escuelas normales, la
regulación de las escuelas privadas que forman profesores (sobre todo
las de tipo “patito”), la definición clara de qué se hará con el
personal en ejercicio (en la propuesta de ley se asentó que éste saldrá
del sistema o se mantendrá actualizándose si no pasa las pruebas –aunque
Chuayffet tuvo que echar para atrás el asunto al decir que no se les
tocaría–, lo cual es un contrasentido porque son más de 1 millón y medio
de trabajadores de la educación laborando en pésimas condiciones de
trabajo y de formación), y tampoco se hizo referencia a la manera como
se controlaría la existencia de los miles de “comisionados” que a todos
nos cuestan.
Respecto del Instituto Nacional para la Evaluación
Educativa (el INEE), el asunto que parece un galimatías en la iniciativa
de ley es: ¿de qué manera podrá ser “autónomo” (esta figura ya se había
aprobado desde el sexenio anterior), si su Junta de Gobierno queda
dependiente de la designación del presidente de la República? De forma
consecuente, también sus miembros deberían ser sometidos a un concurso
público de acuerdo a méritos.
Asimismo, se debería haber
especificado que la tarea del instituto no debe ser la “medición” de la
calidad, sino la investigación y la promoción de métodos y técnicas para
el mejoramiento de la calidad educativa. La medición la puede hacer el
INEGI, pero no este instituto.
En conclusión, se trató de una
propuesta inacabada, de orientación gubernamental, más que de visión de
Estado, desintegradora de los factores que intervienen en el desempeño
del sistema educativo, y muy pobre desde el manejo de sus conceptos y de
la realidad terrible que se vive en el sector educativo. Mal comienzo.
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