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Fuentes Fidedignas
DESFILADERITO
Un paseo con Eduardo Galeano
Hoy, a las seis de la tarde, se dará el esperado reencuentro de Eduardo Galeano con los estudiantes de la Universidad Nacional Autónoma de México. Y cuando digo “esperado” me refiero a ambas partes: esos jóvenes lectores, que hace tres años atiborraron la Sala Nezahualcoyotl, y el portentoso escritor uruguayo que aún recuerda como si hubiera sucedido ayer, uno de los minutos más emocionantes de su vida, que lo envolvió como un baño de luz en ese sitio.
Estaba Eduardo leyendo fragmentos de sus diversos libros, y en uno de ellos contó que en un teatro de Madrid, en solidaridad con los actores de cierta obra en contra del autoritarismo que azotaba a España, al terminar la función el público, en lugar de aplaudir, se puso a patear el suelo rítmica y sostenidamente por un buen rato.
Aquella tarde de 2009, cuando llegó al punto final de ese breve relato, los dos mil pares de pies que había en la Sala Nezahualcoyotl, en forma espontánea, empezaron a golpear el suelo con los zapatos, emulando lo que sus propietarios acababan de oír, y para Eduardo esa reacción se convirtió en una sobredosis de alegría, que luego le permitió firmar y dedicar tantos libros, que al regresar a su hotel, allá frente a la Alameda y el Hemiciclo a Juárez, tuvo que meter la mano en un plato de agua y hielo para combatir la inflamación que le provocó tan rotundo éxito.
Aunque anda un poco mermado de salud y hoy no podrá dar autógrafos, Eduardo se “empecinó en venir a México porque sabe que el acto en la UNAM lo va a llenar de la energía que necesita para recuperarse completamente”, me cuenta Helena, su esposa, a quien le parece que la determinación de hacer este largo viaje desde Montevideo con escala en Buenos Aires, en un avión que aterrizó aquí a las seis de la mañana, se debe “a que este hombre es germánico”.
“Vamos a México el año próximo, cuando estés más fuerte, le dije, y él, no, de ningún modo, yo prometí que iba a ir y voy a ir”, agregó la inseparable compañera del narrador, en un aparte, mientras fumaba en la puerta del restaurante donde nos juntamos a cenar el jueves. Y luego, en otro aparte, mientras caminaba conversando con él, Eduardo me dijo que en agosto, cuando estuvo hospitalizado en Montevideo, le sucedió algo rarísimo.
“Me quedé dormido un rato y cuando desperté había un gordo sentado a la orilla de la cama, y yo me tardé un poquito en reconocerlo, hasta que me habló y me dijo, qué tal, che, cómo andás. ¡Era el presidente de Uruguay! Nunca me había pasado eso de despertar y encontrarme un presidente sentado en mi cama... Me dijo: y bueno, viste, andaba por acá y como no tengo nada que hacer, pensé, voy a pasar a saludar a Eduardito.”
Como la visita de Eduardo --autor de Las venas abiertas de América Latina (1971), Vagamundo (1973), La canción de nosotros (1975), Días y noches de amor y de guerra (1978), Los nacimientos (1982), Las caras y las máscaras (1984), El siglo del viento (1986), El libro de los abrazos (1989), Las palabras andantes (1993) El futbol a sol y a sombra (1995), Patas arriba: escuela del mundo al revés (1998), Bocas del tiempo (2004) y su obra más reciente, Los hijos de los días--, coincidió con la fiesta de muertos, a la que nunca había asistido en nuestro país, el pasado viernes en la mañana fuimos al panteón de Dolores.
En medio del gentío que circulaba con palas, escobas, canastas de comida y bebida y toneladas de flores de cempansúchil repartidas en miles y miles de pequeños ramos que a su vez eran deshojados y convertidos en millones de pétalos amarillos sobre las tumbas, llegamos a la Rotonda de las Personas Ilustres (que ahora así se llama gracias a la reforma gramatical del analfabeta de Fox) y nos pusimos a buscar el poema de Pablo Neruda inscrito con cincel y martillo en la lápida que señala el póstumo domicilio de Tina Modotti.
Para asombro de Eduardo y Helena, y de Ze Fernando, el ingeniero brasileño que viaja con ellos en esta aventura, había un espectáculo cómico-musical en una de las orillas de la rotonda. Dos jóvenes actores, un hombre y una mujer, vestidos como calaveras de Posada, decían chistes y manipulaban un títere en forma de esqueleto, que bailaba lo mismo canciones de Tintán y Chava Flores, que de Michael Jackson. Y la gente se moría de la risa y aplaudía como en el circo.
“Esto, allá en Uruguay, sería impensable, inconcebible: es una transgresión que rompe todos los cánones”, me dijo sinceramente impresionado. “Y claro, es el reflejo de las culturas mesoamericanas, en donde la muerte es parte de la vida y por eso los muertos realmente no se van, nunca se van”, me dijo, luego de darse la media vuelta e inclinarse, como de costumbre, a escribir algunas anotaciones en una libretita del tamaño de un timbre postal (si alguien aún recuerda cómo eran y para qué servían).
Nos fuimos sin pasar “a lo de Tina” –acerca de la cual Eduardo confesó que hubiera preferido conocerla a ella y no a Frida Kahlo, porque la joven campesina italiana de la región del Friuli, que fue actriz del cine mudo en Hollywood, y luego en México fotógrafa y militante estalinista, “era de una belleza espectacular”-- y ya de regreso en su hotel, mientras tomábamos café sopeado con huesitos de pan de muerto, mis queridos amigos, que desde el Uruguay están al día de todo lo que pasa en México –saben incluso que, “según la PGR, el Lazca no tenía ADN”--, preguntaron qué significan las siglas UACM y quién es Esther Orozco.
--Es la rectora de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, que fundó Andrés Manuel López Obrador, y una de las mujeres más malvadas que he conocido –les dije.
--¿Es una mujer mala, muy mala o muy muy mala? --exigió mayor precisión Eduardo.
--Es muy pero muy mala –respondí sin duda--, es malísima...
--No, digo, te lo pregunto para saber. Y es que hace muchos años, en el norte de Chile, conocí a un minero que me habló de su suegra y me dijo: “es la mujer más mala que hay en el mundo. Es tan mala, señor, tan, tan pero tan mala, que remueve las carbones ardientes del bracero con el piecito del bebé”.
Hoy también estaré en Twitter, en la cuenta @Desfiladero132, por si ocupan.
Jaime Avilés
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