La Jornada
¿México, país reprimido o represor?
Andrés Esteva Salazar
Desde hace algunos años,
diversas voces han insistido en que el movimiento estudiantil de 1968
es mucho más que la matanza del 2 de octubre en la Plaza de las Tres
Culturas, que la labor de los estudiantes a lo largo de los meses que
duró el movimiento y los alcances del mismo en todo el territorio
nacional, no han sido suficientemente estudiados. Estoy seguro que la
anterior afirmación es correcta y que en la memoria colectiva de
nuestra sociedad, dicha fecha está indeleblemente asociada al
recuerdo del movimiento estudiantil; no en vano el año pasado muchos
de quienes salimos a manifestar nuestra indignación bajo la bandera
de #YoSoy132, recibimos advertencias de amigos y familiares de tener
cuidado con las represalias gubernamentales.
Desafortunadamente, el
recuerdo de los meses que antecedieron al trágico desenlace por
todos conocido, se ha visto minimizado por la demanda fundamental de
"Justicia" para las víctimas del brutal asesinato
perpetrado por la violencia de un Estado represor, que no encontró
otra salida ante la demanda del diálogo público exigido por los
estudiantes, que el uso de las armas en contra de la ciudadanía
reunida aquella tarde en la Unidad Habitacional Tlatelolco.
En esta historia hay algo
más que no ha sido exhaustivamente analizado: la participación de
diversos actores sociales, de todos los estratos, que antes y después
de la matanza, justificaron, sin que ello signifiqué legitimar, la
implementación de la represión contra la disidencia juvenil, en
defensa de un nacionalismo conservador y la imagen internacional del
país, en un momento tan importante como lo fue el ser sede de los
Juegos Olímpicos de 1968.
Sabemos que en los medios
impresos, diversas editoriales alertaron a la sociedad sobre los
riesgos de una juventud desenfrenada y ya el 3 de octubre recordaban
a los lectores que el desenlace había sido casi profetizado. También
sabemos que la radio y la televisión presentaron a los jóvenes como
una amenaza a la seguridad nacional y sobre todo para el desarrollo
de los juegos (desafortunadamente en México no existe una ley que
garantice el acceso público a los archivos de estos medios de
difusión, discúlpeme el lector la dispersión), así como la
existencia de cartas dirigidas tanto al Presidente de la República
como al Secretario de Gobernación, en apoyo a las acciones
emprendidas.
Lo anterior, bien podría
ser sólo una parte de nuestro pasado como sociedad que no ha sido
estudiada a profundidad, de no ser porque existe un patrón definido
en cada uno de los momentos en los que surge la represión estatal
contra grupos opositores, tanto de aquellos que apoyan al gobierno,
como de quienes deciden callar y se vuelven partícipes involuntarios
de la violencia del Estado, o quizá no tan involuntarios, si
consideramos que los mueve el miedo a ser las víctimas.
El uso de la violencia
contra los grupos o individuos que levantan la voz, en su legítimo
derecho, contra aquello que consideran una injusticia, se encuentra
ampliamente extendido en nuestra sociedad y no hablo específicamente
del uso de armas, la violencia en todas sus acepciones es una
herramienta frecuente en la vida de todo mexicano. La violencia
verbal, la violencia de género, la violencia psicológica y otros
tantos tipos de violencia parecieran profundamente enraizados en
nuestro entramado social. Sin ir muy lejos, el año pasado a los
jóvenes que salieron a las calles se les tachó de flojos, buenos
para nada, vagos, e incluso se les llego a negar su calidad de
estudiantes, menospreciando sus razones para manifestarse, cometiendo
un acto de violencia que facilito la implementación de la represión
el pasado 1 de diciembre de 2012.
Otro ejemplo surge a raíz
de la presencia de los maestros de la CNTE, en la ciudad de México,
cuando los medios de comunicación comenzaron a demeritar su labor
profesional y en las redes sociales surgieron voces que exigían el
uso de la fuerza para desalojarlos, sin percatarse (espero) de que
con ello violaban los derechos de los manifestantes y justificaban lo
que hoy muchos consideramos una escalada en los niveles de represión
ejercida por las autoridades del gobierno capitalino y si se me
permite también por las fuerzas policíacas, que parecieran no estar
debidamente capacitadas para actuar en momentos de tensión.
Surge entonces la
pregunta del porqué nuestras instituciones parecieran más proclives
a la represión que al diálogo. Por supuesto, no infiero con esto
que la violencia sea la única herramienta del estado, pero sí me
parece interesante que en momentos de coyuntura la maquinaria estatal
prefiera el uso del garrote. Y la respuesta más obvia, aunque
también la más difícil de aceptar es que nuestras instituciones
políticas son un reflejo de la misma sociedad, que debido al miedo,
la intolerancia, la ignorancia o el hartazgo reacciona violentamente
ante aquello que constituye una ruptura a las normas tradicionales de
convivencia.
La familia, como
institución fundamental de la sociedad es en sí misma impositiva y
represora, pues en el mejor de los casos son los dos padres los que
deciden unilateralmente las acciones a seguir para el desarrollo de
los hijos y donde los individuos se enfrentan por primera vez al uso
de la violencia como forma de corregir las faltas al orden
establecido. El sistema escolar esta diseñado para decirle al
estudiante que debe pensar y como hacerlo, desanimando con
correctivos la iniciativa de los alumnos. Se les enseña obedecer y
repetir, en lugar de crear el conocimiento.
Así podríamos seguir
con otros tantos ejemplos. Solo me queda señalar que mientras no
desterremos a la violencia de nuestras prácticas cotidianas,
resultara imposible hacer frente a la represión del estado, pues
ésta es simplemente un reflejo de lo represivos que somos nosotros
como ciudadanos.
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