domingo, 20 de octubre de 2013

El Estado debe estar abierto al diálogo

¡¡Exijamos lo Imposible!! 
La Jornada
¿México, país reprimido o represor?
Andrés Esteva Salazar

Desde hace algunos años, diversas voces han insistido en que el movimiento estudiantil de 1968 es mucho más que la matanza del 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas, que la labor de los estudiantes a lo largo de los meses que duró el movimiento y los alcances del mismo en todo el territorio nacional, no han sido suficientemente estudiados. Estoy seguro que la anterior afirmación es correcta y que en la memoria colectiva de nuestra sociedad, dicha fecha está indeleblemente asociada al recuerdo del movimiento estudiantil; no en vano el año pasado muchos de quienes salimos a manifestar nuestra indignación bajo la bandera de #YoSoy132, recibimos advertencias de amigos y familiares de tener cuidado con las represalias gubernamentales.

Desafortunadamente, el recuerdo de los meses que antecedieron al trágico desenlace por todos conocido, se ha visto minimizado por la demanda fundamental de "Justicia" para las víctimas del brutal asesinato perpetrado por la violencia de un Estado represor, que no encontró otra salida ante la demanda del diálogo público exigido por los estudiantes, que el uso de las armas en contra de la ciudadanía reunida aquella tarde en la Unidad Habitacional Tlatelolco.

En esta historia hay algo más que no ha sido exhaustivamente analizado: la participación de diversos actores sociales, de todos los estratos, que antes y después de la matanza, justificaron, sin que ello signifiqué legitimar, la implementación de la represión contra la disidencia juvenil, en defensa de un nacionalismo conservador y la imagen internacional del país, en un momento tan importante como lo fue el ser sede de los Juegos Olímpicos de 1968.

Sabemos que en los medios impresos, diversas editoriales alertaron a la sociedad sobre los riesgos de una juventud desenfrenada y ya el 3 de octubre recordaban a los lectores que el desenlace había sido casi profetizado. También sabemos que la radio y la televisión presentaron a los jóvenes como una amenaza a la seguridad nacional y sobre todo para el desarrollo de los juegos (desafortunadamente en México no existe una ley que garantice el acceso público a los archivos de estos medios de difusión, discúlpeme el lector la dispersión), así como la existencia de cartas dirigidas tanto al Presidente de la República como al Secretario de Gobernación, en apoyo a las acciones emprendidas.

Lo anterior, bien podría ser sólo una parte de nuestro pasado como sociedad que no ha sido estudiada a profundidad, de no ser porque existe un patrón definido en cada uno de los momentos en los que surge la represión estatal contra grupos opositores, tanto de aquellos que apoyan al gobierno, como de quienes deciden callar y se vuelven partícipes involuntarios de la violencia del Estado, o quizá no tan involuntarios, si consideramos que los mueve el miedo a ser las víctimas.

El uso de la violencia contra los grupos o individuos que levantan la voz, en su legítimo derecho, contra aquello que consideran una injusticia, se encuentra ampliamente extendido en nuestra sociedad y no hablo específicamente del uso de armas, la violencia en todas sus acepciones es una herramienta frecuente en la vida de todo mexicano. La violencia verbal, la violencia de género, la violencia psicológica y otros tantos tipos de violencia parecieran profundamente enraizados en nuestro entramado social. Sin ir muy lejos, el año pasado a los jóvenes que salieron a las calles se les tachó de flojos, buenos para nada, vagos, e incluso se les llego a negar su calidad de estudiantes, menospreciando sus razones para manifestarse, cometiendo un acto de violencia que facilito la implementación de la represión el pasado 1 de diciembre de 2012.

Otro ejemplo surge a raíz de la presencia de los maestros de la CNTE, en la ciudad de México, cuando los medios de comunicación comenzaron a demeritar su labor profesional y en las redes sociales surgieron voces que exigían el uso de la fuerza para desalojarlos, sin percatarse (espero) de que con ello violaban los derechos de los manifestantes y justificaban lo que hoy muchos consideramos una escalada en los niveles de represión ejercida por las autoridades del gobierno capitalino y si se me permite también por las fuerzas policíacas, que parecieran no estar debidamente capacitadas para actuar en momentos de tensión.

Surge entonces la pregunta del porqué nuestras instituciones parecieran más proclives a la represión que al diálogo. Por supuesto, no infiero con esto que la violencia sea la única herramienta del estado, pero me parece interesante que en momentos de coyuntura la maquinaria estatal prefiera el uso del garrote. Y la respuesta más obvia, aunque también la más difícil de aceptar es que nuestras instituciones políticas son un reflejo de la misma sociedad, que debido al miedo, la intolerancia, la ignorancia o el hartazgo reacciona violentamente ante aquello que constituye una ruptura a las normas tradicionales de convivencia.

La familia, como institución fundamental de la sociedad es en misma impositiva y represora, pues en el mejor de los casos son los dos padres los que deciden unilateralmente las acciones a seguir para el desarrollo de los hijos y donde los individuos se enfrentan por primera vez al uso de la violencia como forma de corregir las faltas al orden establecido. El sistema escolar esta diseñado para decirle al estudiante que debe pensar y como hacerlo, desanimando con correctivos la iniciativa de los alumnos. Se les enseña obedecer y repetir, en lugar de crear el conocimiento.

Así podríamos seguir con otros tantos ejemplos. Solo me queda señalar que mientras no desterremos a la violencia de nuestras prácticas cotidianas, resultara imposible hacer frente a la represión del estado, pues ésta es simplemente un reflejo de lo represivos que somos nosotros como ciudadanos.

No hay comentarios: