La Jornada
El magro retorno de los brujos
Luis Linares Zapata
Requirió menos de un
año para calar hasta el fondo las capacidades del priísmo dizque
renovado. En ese corto periodo, dos de sus conspicuos adalides han
salido renqueando de la baraúnda que deforma la actualidad nacional.
Uno, porque las protestas populares, por cientos de justificados
motivos, no han cesado ni tampoco han recibido, desde las cúpulas
decisorias, las respuestas adecuadas. El otro, porque una reforma
presumida hasta el cansancio como hacendaria terminó en una poquitera
miscelánea fiscal. Y, por si no fuera suficiente el rijoso peloteo con
los afectados, la desfalleciente economía abre incertidumbres futuras de
crecimiento y, por tanto, profundiza los pesares del grueso de la
población. Lo cierto es que ambos funcionarios, entronizados como
esperanzas renovadoras, representativos del círculo íntimo de la actual
administración federal, han ido perdiendo el lustre con que el aparato
de convencimiento los fue, cuidadosa y convenencieramente, tapizando.
Poco queda de sus presumidas habilidades. El deterioro se ha dado sin
clemencia para las ambiciones que, ambos, se supone, albergan en sus
íntimos fueros de figuras del mañana.
Al secretario de Gobernación el agua de las turbulencias sociales lo han rebasado por un amplísimo margen. Los brotes de verdaderas rebeliones surgen por doquier. El cotidiano discurso que ofrece, ante los obsequiosos medios de comunicación, no atempera la rijosidad ni, tampoco, transmite ideas, horizontes asequibles o plantea soluciones aceptables. Pero, eso sí, desgrana un alud de palabras con poco orden y menos concierto. Ya sea que se trate de inundaciones imprevistas, o de los consuetudinarios desajustes ocasionados por las desigualdades imperantes, la realidad que lo circunda le muestra, sin titubeos, su fuerza avasallante. La precariedad, padecida por amplias y crecientes capas sociales, forma, qué duda cabe, un alud indetenible que no admite trasteos disfrazados de concertación o diálogo. El crimen organizado, aunque alejado de las páginas de la prensa escrita o radio-televisiva, da sangrienta cuenta de su presencia, se incrementa y dispersa por todo el país. Lejos han quedado ya las promesas de resultados al año de iniciada la administración priísta en el poder federal.
Un año no es, ciertamente, suficiente para probar, con certezas aceptables, las políticas de nuevo cuño que el oficialismo prometió llevar a cabo. Pero trastocar las prioridades, de acuerdo con un programa de propaganda y silencios forzados, tampoco conduce a resultados que se esperan con ansias crecientes por parte de la sociedad. Atemperar la difusión de lo que sucede en la tierra baldía que deja el crimen y la violencia no deriva en menores índices delictivos reales.
La economía, ya bastante desvencijada por años de engañifas, promesas frustradas y desmesurados apañes por los grupos de poder, sigue la ruta que el mismo modelo le marca con saña indetenible. No hay para dónde hacerse: los últimos 30 años alumbran, con todo rigor y cruento cinismo, la decadencia y desconexión de la fábrica nacional. Reforma tras reforma, acuerdo tras pacto, la precariedad ha sido el efecto buscado (mano de obra barata, poco calificada y abundante) desde los ejes rectores imperantes. Ese es el propósito de proseguir, sin pausas ni retardos, la continuidad neoliberal forzada por el tristemente famoso acuerdo de Washington. Las cúspides financieras centrales, aliadas con la plutocracia local, han hecho gala de sus amplios poderes de convencimiento para la imposición de sus privilegios. El resultado se percibe con claridad meridiana en la reciente propuesta de miscelánea fiscal revestida pomposamente de reforma hacendaria.
Pero lo preocupante de todo es la impresión que causan, cada vez más abiertamente, los otros priístas: esos que se sienten, predican y placean como eficaces operadores. A medida que el funcionariado de nivel se achica y deteriora, los políticos de cepa, ya bien conocidos y con sobrada desconfianza ciudadana (leer cualquier encuesta de valoraciones políticas) muestran sus abiertas cuan caras ambiciones de poder. Con las talegas ya repletas de posiciones y recursos, siguen en la pelea por ensanchar sus territorios de dominio. Unos porque, desde las altas posiciones burocráticas de mando que ocupan, presumen en demasía sus habilidades de hacedores imperturbables. Otros porque no se tientan el corazón para actuar, con difuso sustento, basados en intereses personales. Los demás porque, a pesar de las obligaciones del mismo puesto que ocupan, exhiben, con pasmoso cinismo, sus cortos alcances conceptuales. No obstante sus limitantes, placean por doquier la ausencia de compromiso con las causas populares. El despliegue de soberbia sólo se compara con la explícita subordinación de sus auxiliares y muchos dependientes, cómplices y allegados. El rastro que dejan, bañado con el motejo de ser pragmáticos, revela, a las claras, sus cuestionables convicciones ideológicas que les posibiliten encauzar el accionar cotidiano. Sus decisiones dependen de las circunstancias y las presiones que reciben. Las necesidades y aspiraciones de la nación, distantes de sus íntimos impulsos, terminan siéndoles irrelevantes. Este panorama, por descorazonador que se sienta, describe algo de la tragedia de la elite dirigente a cargo de los asuntos colectivos del país.
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