La Jornada
Para llegar a Otto Gross: una fantasía literaria
José María Pérez Gay
En 1986 yo vivía en
Viena. Alquilaba un departamento en la Sterngasse, el corazón del barrio
judío, una calle en el centro de la ciudad. Había llegado cuatro meses
antes, en diciembre de 1985; disfrutaba por primera vez de mi año
sabático. El departamento era minúsculo y estaba lleno de libros. El
dueño, Johann Baldanza, profesor de literatura austriaca, vivía en Yale y
yo le arrendaba el departamento. Los azares de la vida académica me
llevaron a estudiar la cultura vienesa del novecientos. Tenía una
ventaja: había estudiado en Berlín Occidental, hablaba y escribía
alemán, conocía las fuentes directas y las investigaba sin dificultad.
Había vivido dos años en Viena, trabajando como agregado cultural en la
embajada de México.
Mi idea fija y secreta era escribir un libro de ensayos sobre cuatro escritores austriacos. Mi propósito: unir la tensión finísima y poderosa de la novela, el amor a la biografía y el rigor de la historia social y literaria. Si lograba salir adelante de esta encrucijada rara y dichosa escribiría una suerte de mosaico biográfico durante el crepúsculo del imperio. Me unían a estos autores afinidades artísticas e intelectuales, debates filosóficos y políticos. Me dispuse a pasar esos meses leyendo relatos desaforados e inolvidables: tristes historias de amor, terribles lecciones políticas, críticas de libros magníficos, aforismos, cartas, diarios de escritores desesperados que vivían el derrumbe de un imperio, la certeza de la desesperanza y, al final, la literatura como un antídoto contra el veneno lento de la realidad.
Recuerdo esa mañana de abril en la Biblioteca Central de Viena. Una mujer rubia y regordeta me entregó mi trabajo de esa semana: siete legajos de papeles, notas y manuscritos, una carpeta azul cuya tapa tenía un letrero amarillo y un escudo de la Universidad de Viena: Joseph Roth: Crónicas periodísticas y correspondencia. Pasé dos meses leyendo la correspondencia de Roth; cada una de sus cartas fue un descubrimiento y, con frecuencia un encantamiento. La prosa de Roth me sedujo, pero también su vida secreta, mitad galiciana, mitad vienesa y mitad exiliada. Su mitomanía me dejaba perplejo. Nada más alejado de la novela catedralicia que la sencillez de sus relatos; nadie como él examinó el trasfondo irracional y angustiado del Imperio Austrohúngaro en su crepúsculo y la transformación de esos impulsos en una nueva e incontenible nostalgia. Náufrago de todos los mares, peregrino en todas las tierras, Joseph Roth consideró en 1939 la posibilidad de emigrar a México. Me sorprendió leer que Miguel Grübel, su primo, vivía en la colonia Hipódromo Condesa de la ciudad de México; en sus cartas, Roth le preguntaba una y otra vez sobre las condiciones para obtener la visa mexicana de residencia. Grübel le escribía que habitaba un departamento frente al llamado Parque México, donde los encinos empezaban a crecer.
Cartas desde la clínica
Al anochecer, regresé a mi departamento, rendido. Cené en
la cama y releí las dos cartas. La primera fechada en junio de 1908; la
otra, en julio de 1914. Para mi sorpresa, la primera estaba escrita en
un manicomio: la clínica psiquiátrica de Burghólzli, en Zürich Suiza, Mi
repentina fascinación no era inexplicable: un médico psiquiatra, al
parecer muy conocido, se encontraba cautivo –bajo protesta– en la
clínica. En la primera carta le pedía auxilio a una mujer, cuyo nombre,
Frieda von Richthofen, me remitía al Barón Rojo, Manfred von Richthofen,
un héroe de la fuerza aérea alemana durante la Primera Guerra Mundial.
El doctor Otto Gross mencionaba además su propia adicción a la morfina,
explicaba que Sigmund Freud había ordenado su internamiento, y que su
médico, el doctor Carl Gustav Jung, había equivocado el diagnóstico con
la intención de mantenerlo en cautiverio. Hablaba con furia del
psiquiatra suizo, como de un loco iluminado y convencido de que
sin la ayuda de los gurús gnóstico-mítricos que habitaban en un espacio atemporal, la Tierra de los Muertos, nunca hubiéra podido llegar al descubrimiento de la psicología analística del inconsciente colectivo, ni, mucho menos, a los Arquetipos, sus pequeños dioses. Según Otto Gross, Carl Gustav Jung, el psicoanalista suizo, creía ser un Dios; Parsifal, el héroe wagneriano, era para él un Cristo pagano y redentor, y en su adolescencia se dedicó con devoción a los misterios wagnerianos de Parsifal. En esa época, Jung imaginaba ser miembro de una orden secreta cuya misión era salvar el Santo Grial. En el fondo –decía Gross–, era un gran simulador. Además, Gross temía que su padre –un jurista muy poderoso– se hubiera confabulado con Jung para encerrarlo en la clínica; en esas líneas protestaba ante la injusticia. Todo me parecía increíble.
una vida mexicana en Alemania; o bien, una vida alemana en México
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