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Ganar y perder en democracia
Por Jorge Gómez Barata
Los conservadores y con más razón la socialdemocracia europea,
habituados a ganar y perder elecciones frente a los socialistas desde
finales del siglo XIX y éstos a asumir derrotas con altura, deben estar
perplejos ante la reacción de la derecha venezolana. Los muertos que en
15 años no pudieron achacarse a la gestión del presidente Chávez, los ha
cosechado la oposición. En 48 horas ocurrieron en Venezuela más muertos
que durante la reversión del socialismo en la Unión Soviética y Europa
Oriental.
Probablemente Henrique Capriles equivocó la estrategia cuando
irresponsablemente, casi de modo histérico, lanzó a sus partidarios a
las calles y adoptó un curso confrontacional que puede hacerle perder el
capital político ganado electoralmente. Al identificar su gestión con
un tipo de violencia irracional y vandálica, de líder opositor puede
convertirse en cabecilla contrarrevolucionario, a punto de colocarse
fuera de la ley y autoexcluirse del proceso democrático que le confiere
legitimidad y oportunidades.
Al margen de que la legislación venezolana incluye salvaguardas para
impugnaciones y reclamaciones de carácter electoral, la forma primitiva y
violenta escogida por el liderazgo opositor para manifestar su
descontento y los blancos seleccionados para ejercerlo: centros de
salud, domicilios particulares y dependencias comunales, descalifican
sus opciones.
Aunque sin haber logrado la presidencia, una opción maximalista que no
siempre la oposición consigue, Henrique Capriles obtuvo resultados
electorales que lo instalan en el proceso político local como principal
fuerza opositora, posición desde la cual cualquier político medianamente
inteligente, podía haberse construido un liderazgo eficaz.
Por el contrario el liderazgo bolivariano, desenvolviéndose con
serenidad y altura, se aplicó al trabajo, poniendo todos los asuntos en
debate en manos de las instituciones competentes: el Consejo Nacional
Electoral, la Fiscalía y las instancias judiciales, incluyendo al
Tribunal Supremo, desplegaron con prontitud su actividad y cumplieron la
función social asignada. Otra vez el Estado venezolano construido por
Chávez se mostró solvente.
Entre tanto, el presidente electo, Nicolás Maduro ratificado por una
victoria no por cerrada menos legítima, sin perder la compostura, se
estrenaba realizando insistentes llamados a la cordura, la paz, la
tolerancia, incluso al amor, invocando la Constitución y a Dios y
apelando al buen juicio ciudadano, obteniendo resultados inmediatos. Sin
ceder a la tentación de acudir a la represión, la crispación disminuye,
regresa el orden y la gobernabilidad se estabiliza.
Mediante originales e imaginativos proyectos la nueva izquierda
latinoamericana y las fuerzas políticas que optan por el centro,
impulsan proyectos de reformas conducentes al establecimiento de la
justicia social, el rescate de los recursos naturales y la recuperación
de la soberanía política. Lo nuevo en esos empeños es su realización en
democracia.
La democracia tradicional supone la competencia política que se realiza
mediante elecciones; necesita la oposición como la oposición necesita
del poder y la sociedad de la legitimidad de ambos. La descalificación
de cualesquiera de estos elementos altera un ejercicio que la izquierda
moderna prefiere perfeccionar antes que suprimir.
De momento, en Venezuela, es la oposición y no la Revolución quien
promovió la crispación y la violencia y tiene la culpa sobre sus
conciencias. El pueblo sabrá juzgar. Allá nos vemos.
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