Ricardo Rocha
El rector, Slim y la anomia
26 de febrero de 2009
La palabreja la aprendí recientemente. Significa: “La incapacidad de la estructura gubernamental de proveer a los individuos lo necesario para lograr las metas de la sociedad”. Díganme si no parece un retrato hablado del actual momento del país.
La palabreja la aprendí recientemente. Significa: “La incapacidad de la estructura gubernamental de proveer a los individuos lo necesario para lograr las metas de la sociedad”. Díganme si no parece un retrato hablado del actual momento del país.
Hoy, la crisis financiera ha derivado en una crisis económica de incalculables proporciones. Pero vivimos también una creciente crisis social derivada del desempleo, la devaluación del peso y el desaliento generalizado. Sume usted una sangrienta crisis de inseguridad que estalla día a día en nuevos y demenciales niveles de violencia. Pero a éstas hay que añadir la peor de todas: una dolorosa crisis de valores. En la que están ausentes el patriotismo y el amor a la nación. En la que se duda del valor del trabajo y de las palabras. Y en la que predominan la miopía, la negligencia, la insensatez y las frases huecas.
Baste la incontinencia verbal de los secretarios de Estado en los días recientes. En paralelo, el chismarajo de las grabaciones y revelaciones escandalosas deja chiquita a la inmensa filósofa política Celia Cruz: “Ponina y Songo le dio a Borundongo; Borundongo le dio a Bernabé; Bernabé le pegó a Muchilanga…”, y así ad infinitum. Todo para que al final se imponga nuevamente el cinismo.
¿Qué pueden esperar los ciudadanos de un gobierno así? Ahí tiene pues lo de la anomia: individuos aislados, desamparados e incomprendidos por un aparato gubernamental cada vez más insensible y distante; inermes ante los embates de las adversidades cotidianas.
Ante ese panorama desolador sería bueno repasar los discursos recientes de dos personajes sustantivos: el doctor José Narro Robles, rector de nuestra UNAM, y Carlos Slim Helú, el empresario más importante del país. En el foro convocado por el Congreso el primero ofreció la más lúcida de las visiones de conjunto sobre nuestro actual estado de cosas. Estableció que “junto con las acciones inmediatas dirigidas a paliar los efectos de la crisis, se requiere impulsar políticas de largo aliento… que ayuden a perfilar una sociedad más incluyente, con prioridades diferentes y rumbo claro”.
Llamó a flexibilizar el debate doctrinario y a romper con los dogmas para aceptar que “la mano invisible del mercado no es suficiente para la sociedad, por lo que ésta requiere de la mano visible del Estado”. Exhortó a tareas muy concretas como la rehabilitación de escuelas y hospitales y una gran cruzada para alfabetizar —una vergüenza de estos tiempos— a 6 millones de mexicanos que todavía no saben leer ni escribir. Acciones que a la vez significarían la creación oportunísima de miles de empleos.
Slim, por su parte, hizo un análisis descarnado pero inobjetable de la realidad actual y del futuro inmediato. Que por cierto le valió una andanada oficial y extraoficial despiadada.
En lugar de invitarlo, cerebralmente, a comprometerse con acciones concretas, el gobierno puso otra vez el hígado por delante y abrió otro frente contra un superdotado para generar empleos y riqueza. Que, por otra parte, también aportó propuestas específicas, como: volcarse a la economía interna; impulsar las pequeñas y medianas empresas; priorizar el empleo; eliminar las regulaciones restrictivas y evitar el uso de los combustibles como recaudación fiscal.
Pero lo sustancial es que Narro y Slim coinciden en una urgencia fundamental: la revisión de un modelo económico agotado que nos condena a la desigualdad y al decrecimiento. Que nos expone a la explosividad social. Y que no corresponde a las necesidades de las mayorías.
De eso hay que convencer a las minorías que nos gobiernan.
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