¡¡Exijamos lo Imposible!!
Milenio
Legalizar la ilegalidad, ¿se vale?
Pablo Gómez
Como ya sabemos, la Constitución prohíbe los contratos en materia de
hidrocarburos. Sabemos también que no se prohíben todos los contratos,
por ejemplo, las compras de bienes, alquileres y la prestación de
servicios. Se trata de contratos de riesgo en cualquiera de sus
modalidades, ya sea de producción compartida o de utilidades
compartidas. El contenido actual del artículo 27 constitucional tiende a
proteger la propiedad nacional de los hidrocarburos y a impulsar una
industria petrolera propia. Si esa riqueza es de la nación, nadie
tendría, en consecuencia, el derecho de repartirla entre particulares.
No parece tener este concepto alguna dificultad en su comprensión.
La nueva ley de Pemex (art. 61) señala que en la realización de
contratos, Pemex no concederá derecho alguno sobre las reservas, se
mantendrá en todo momento el control y dirección de la industria, las
remuneraciones a los contratistas serán siempre en efectivo, por lo que en
ningún caso podrá pactarse como pago un porcentaje de la producción o
del valor de las ventas de los hidrocarburos ni de sus derivados o de
las utilidades de la entidad contratante, no se suscribirán
contratos que contemplen esquemas de producción compartida ni
asociaciones en las áreas exclusivas y estratégicas a cargo de la
Nación. Además, los contratos que no observen las disposiciones legales
serán nulos de pleno derecho.
Esto es lo que quiere derogar el gobierno actual a pesar de que ya se
inventaron, desde la anterior administración —la de Calderón— los
“contratos incentivados” que no son otra cosa que de utilidades
compartidas, es decir, el gobierno viola la Constitución y la ley. En
otras palabras se quiere legalizar la ilegalidad a través de una reforma
constitucional. Así, después de violada, regalada. ¿Es esto válido?
Hace poco, después de largos debates y posteriores negociaciones, las
fuerzas políticas del país llegaron a un acuerdo. El primero fue que la
Constitución no debería ser violada, al menos tan fácilmente. El
segundo fue que la ley debería ser fiel a la Carta Magna. El tercero fue
que Pemex debería tener mayor libertad de operación y la explotación de
hidrocarburos debería apegarse a una planeación que asegurara la
seguridad energética y el aprovechamiento de los recursos nacionales.
Pero las ansias expoliadoras de las trasnacionales son grandes y los
criterios de una parte de la clase política coinciden con las mismas. Lo
que se nos está diciendo es que la Constitución y la ley están mal, que
por ello son violadas impunemente y que para evitar seguir en la
ilegalidad se requiere modificar la ley en el sentido que desean los
violadores de ésta. O sea, para evitar la impunidad hay que dar la razón
a los impunes. Han de decir que muerto el perro —la Constitución— se
acabó la rabia —la violación de la ley—, por lo cual la nación mexicana
tendría que dar la razón a los críticos históricos de la expropiación de
los bienes de las compañías petroleras de 1938 y llegar a la conclusión
de que dicho acto no fue el conveniente: que compañías privadas se
apropien de parte de lo que no es suyo, sino de la nación, aunque sea en
la forma de contratos de utilidades compartidas y ya no de concesiones
directas, como lo sigue proponiendo el PAN.
Bueno, los violadores de la legislación actual dicen que esa defensa
total de los hidrocarburos no es más que un nacionalismo trasnochado que
ya no tiene justificación. Pero lo que en realidad importa es el mal
negocio que hace una nación al compartir sus propias riquezas por falta
de inteligencia, decisión y arrojo de sus gobernantes cuando éstos
representan intereses diferentes a los nacionales.
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