Proceso
La revelación electoral
JAVIER SICILIA
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Pese a la avalancha de optimismo ilusorio de los aparatos del Estado sobre las elecciones, el verdadero resultado ha sido el repudio ciudadano a las partidocracias y el hartazgo de la nación. La democracia, como siempre lo he dicho, no son las elecciones. Es, por el contrario –conforme a su sentido etimológico, oscurecido por la degradación significativa del lenguaje–, el poder de la gente, del pueblo.
Ese poder, que a lo largo de estos últimos nueve años se ha expresado a través de manifestaciones, movimientos sociales, pueblos en estado de autodefensa y diversas formas de organización civil, volvió a expresarse, por otros medios –las votaciones del pasado 7 de junio–, con la misma fuerza de reprobación.
Si hacemos a un lado las trampas partidocráticas, que han reducido la democracia representativa sólo al número de votos, y el castigo a los partidos al simbolismo de los votos nulos, y tomamos en cuenta tanto éstos como el abstencionismo –que también es un acto de voluntad democrática–, resulta evidente que el repudio ciudadano fue de casi 60%.
Lo anterior quiere decir que, en estricto sentido democrático, quienes ganaron los comicios no lo hicieron con las mayorías, sino con minorías que apenas alcanzan 15% del padrón electoral. Muchos de esos sufragios son además, y para colmo de esas dictaduras de las minorías, frutos de la corrupción –la extorsión de la miseria y del miedo, que eufemísticamente llamamos “compra de votos”–. Si a ello añadimos a quienes sufragaron por candidatos independientes, el repudio es aún mayor.
Ese último sufragio es en realidad un voto de repudio que no alcanzó a llegar al abstencionismo o a la anulación por un temor inconsciente a aceptar la realidad –la crisis absoluta del Estado, su desfondamiento que se traduce en violencia, inseguridad, corrupción, asesinatos espantosos, desapariciones y miseria– y a buscar un nuevo pacto social que refunde a la nación. O, en otras palabras, un querer aferrarse a una ilusión democrática. Lo que ese voto encubre en su protesta y su miedo es un temor al vacío político, una falsa esperanza de cambio y, a veces, como en el caso de Cuauhtémoc Blanco –ganador de la presidencia municipal de Cuernavaca–, la ignorancia política y el Alzheimer social. Temerosos de aceptar la ausencia de gobernabilidad que vivimos a diario, esos votantes no lograron darse cuenta de que la crisis del Estado es tan profunda y sistémica que las personas independientes por las que votaron terminarán absorbidas o maniatadas por la corrupción del sistema.
El caso de Cuauhtémoc Blanco es, como digo, emblemático de ese hartazgo, de ese terror, de esa ilusión y de esa ignorancia política.
La soberbia partidocrática y la incapacidad de las dirigencias de ver la realidad del país suponían que la contienda para la alcaldía de Cuernavaca se daría entre los candidatos Jorge Messeguer (PRD) y Maricela Velázquez (PRI). Dos políticos mediocres cuyos supuestos triunfos se lograrían con derrames tremendos de dinero y con la votación más baja de la historia de Cuernavaca. Sin embargo, quien ganó –sin suficiente estructura y sin tantos recursos– fue Cuauhtémoc Blanco (PSD), un candidato mercenario sin programa de gobierno. Los votantes que lo llevaron a la alcaldía (18 mil 354, de un padrón electoral de 201 mil 893, según los datos que tengo) fueron víctimas del hartazgo, del temor y del show. Hartos de la corrupción y la criminalidad con la que en los últimos 21 años han gobernado el PRI, el PAN y el PRD, pero incapacitados por el miedo de anular el voto y obnubilados por la fama futbolística del Cuauh, lo eligieron. Olvidaron, por lo mismo, que ese hombre carece de cualquier sentido de la política y del bien común; que es violento, irascible, inestable y gandalla en su acepción mexicana (recordemos el artero golpe que en 2003 le dio al comentarista deportivo David Faitelson), y que detrás de él operó el equipo político que alzó a la presidencia municipal de Cuernavaca (2009-2012) al expriista Manuel Martínez Garrigós, acusado de graves fraudes durante su administración y cercano, por vínculos familiares relacionados con ese fraude, al gobernador Graco Ramírez.
El ascenso político de Cuauhtémoc Blanco a la alcaldía de Cuernavaca es, en su realidad emblemática y sumada al abstencionismo y a los sufragios anulados, la expresión clara del hartazgo de la nación. Pero también la manifestación de que el deterioro político y la crisis del Estado se harán cada vez peores.
Lo que nos aguarda para 2018 es un mayor desfondamiento del país –más asesinatos, desapariciones, inseguridad, violencia, corrupción, represión y miseria–. Pero también –debajo del absurdo triunfalismo electorero, del show mediático y de la ilusión democrática que irremediablemente se irá deteriorando– la capacidad de organización de la gente, la creación del nuevo Constituyente –que silenciosamente sigue su marcha– y la posibilidad de un Comité o Frente Cívico de Refundación Nacional que puedan salvar la democracia y la dignidad de México. En su fondo, México vive el horror de la muerte al mismo tiempo que –como nos lo dijo alguna vez Juan Villoro, citando a Gramsci– “el pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad”.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés; detener la guerra; liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas, a Nestora Salgado, a Mario Luna y a todos los presos políticos; hacer justicia a las víctimas de la violencia; juzgar a gobernadores y funcionarios criminales; boicotear las elecciones, y devolverle su programa a Carmen Aristegui.
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