OLIMPIADAS Y POLÍTICA
por Alejandro Encinas
Para un importante sector de mexicanos de las generaciones de jóvenes en los 60 y 70, los Juegos Olímpicos están asociados a la represión de que fue objeto el movimiento estudiantil que en 1968 demandaba cambios profundos en la vida política del país, dominada por un régimen autoritario que inhibía el ejercicio de las libertades democráticas elementales.
Este no es un hecho aislado. Desde que en 1896 en Atenas se reviviera su celebración, la política está ligada a estos juegos. La misma motivación de Pierre de Coubertin para retomar estas competencias tenía un propósito político al pretender reunir en un mensaje de paz a atletas de todo el mundo. Está claro: las Olimpiadas, además de ser la más importante manifestación deportiva del orbe, tienen una connotación política y se han convertido en un buen negocio.
Desde la preguerra, la disputa por la sede olímpica tiene que ver con la búsqueda de legitimidad de los gobiernos convocantes para demostrar —más allá de la capacidad económica que exige la organización y construcción de la infraestructura deportiva y logística necesaria— gobernabilidad y diplomacia.
Lo pretendió Hitler en Berlín 1936, al querer utilizar la justa como medio de propaganda de la Alemania nazi, demostrar la superioridad aria y cambiar la percepción internacional adversa ante la supresión de libertades, la violencia antijudía y la represión a los comunistas y socialistas alemanes. Jesse Owens derrumbó tal propósito. Esta situación condujo al primer boicot a los juegos, cuando se organizaron de manera alternativa las Olimpiadas Populares en Barcelona, evento que fue suspendido al estallar la guerra civil en España en julio de 1936.
El boicot se hizo patente en Montreal 1976: 33 países abandonaron las Olimpiadas en protesta porque el COI no sancionó a Nueva Zelanda, cuya escuadra de rugby había competido en Sudáfrica, país excluido del movimiento olímpico por su política de segregación racial. Más adelante el boicot adoptó una más de las caras de la guerra fría, como sucedió en Moscú 1980 tras la invasión soviética a Afganistán, y en Los Ángeles 1984, cuando el bloque hizo lo propio aduciendo una campaña anticomunista.
El acontecimiento más lamentable en la historia olímpica fue, en Munich 1972, la irrupción del comando Septiembre Negro que, demandando la liberación de 234 palestinos presos en cárceles de Israel y Alemania, secuestró y asesinó a 11 integrantes de la delegación israelí tras un fallido intento de rescate. Los juegos continuaron hasta su clausura.
En México 1968, tras el milagro mexicano y una reconocida política exterior, el gobierno buscaba ocultar su rostro autoritario. Pero como en otros países, ese año emergió un movimiento político y cultural que cuestionó al establishment y demandaba reconocer el agotamiento de un régimen negado a asumir la diversidad y conformar una nueva sociedad. La protesta estudiantil fue sofocada “para evitar afectar la imagen de México en el exterior”. No obstante, los estadounidenses John Carlos y Tommie Smith levantaron sus puños en guantes negros, símbolo de los Black Panthers, organización que reivindicaba los derechos de los afroestadounidenses, durante la ceremonia de premiación en pruebas de atletismo. Al igual que el movimiento de los estudiantes, ambos atletas fueron castigados a su regreso.
China no es la excepción. El despliegue económico, tecnológico, diplomático y la fuerza de una cultura milenaria no ha ocultado las inconformidades por la intervención en el Tíbet, las disidencias e incluso los atentados en el marco de la contienda, que pese a la consolidación de ese país como potencia mundial y su irrupción en el siglo XXI como era de modernidad de los países asiáticos, reclaman libertades democráticas, como a lo largo de todas las justas olímpicas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario