¡¡Exijamos lo Imposible!!
Estampas del represor*
Cuando está de por medio la seguridad del Estado, no hay constituciones ni leyes que valgan una chingada. -Miguel Nazar Haro
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Desde el tercer piso del edificio de la Federal de Seguridad, en la esquina de Plaza de la República e Ignacio Ramírez, en la Ciudad de México, vio la mole del Monumento a la Revolución. Un poco a su derecha su vista podía llegar hasta la estación de trenes de Buenavista y aún más allá, hasta las brumosas ondulaciones de la Sierra de Guadalupe, en el extremo norte del Valle de México. A esas horas su renuncia estaba ya en el escritorio del secretario de Gobernación, Enrique Olivares Santana, unas cuantas calles hacia el sur, siguiendo por Ignacio Ramírez, cruzando Paseo de la Reforma en la Glorieta de Colón y girando a la izquierda por Atenas hasta llegar al cruce con Bucareli, exactamente en el Reloj Chino. Su carrera policiaca parecía terminada. Los ojos del tigre, símbolo de los investigadores policiacos, tan verdes como los suyos, a sus espaldas, lo siguieron hasta que cerró por última vez la puerta de la oficina que había ocupado durante cinco años.
Desde que inició su carrera policiaca en la Federal de Seguridad, Nazar Haro había mostrado que no sabía equivocarse. El más puro estilo del sistema mexicano. Desde el poder Nazar actuaba sin más restricción que la que podía imponerle su fidelidad a la autoridad; en su caso, el secretario de Gobernación y el Presidente de la República. No ofrecía explicaciones. Simplemente cumplía su compromiso con ellos: proteger al sistema que lo encumbró al poder policiaco. Temido y respetado, Nazar Haro –como sus antecesores al frente de la policía política mexicana– sobrevivió a todo tipo de críticas y a cambios de autoridades y de gobiernos. Era número uno en su misión, y su misión era garantizar la seguridad del Estado. Sin embargo, el hombre de 52 años cometió no sólo un error sino un exceso. Eran los años del desenfreno feliz, contagioso, de la administración de José López Portillo. Nazar Haro, el policía por antonomasia, el Jefe con mayúsculas, el hombre de confianza de presidentes y secretarios de Estado, se vio involucrado en un vulgar contrabando de autos robados y tuvo que renunciar silenciosamente, sin palmadas en la espalda, sin aplausos públicos, a la Dirección.
* * * * *
Como parte de su trabajo en la Federal de Seguridad, Nazar fue pieza importante en la guerra sucia mexicana. Al igual que otros policías y militares, recibió preparación especial en la Escuela de las Américas, en la Zona del Canal de Panamá, en la cual el Pentágono ha entrenado a generaciones completas de las fuerzas de seguridad de los países latinoamericanos. Ahí estudió Nazar cursos de antiguerrilla y se interesó particularmente en la penetración del comunismo en Centroamérica. Años más tarde esta especialización lo ayudó a convertirse en pieza clave de la CIA en México. Ahí también dio forma a su segunda gran vocación: el anticomunismo, que marcó su trayectoria dentro de la Federal de Seguridad, como agente, como subdirector y como director.
Su estilo policiaco se caracterizó por el dominio de los hilos del poder, por el conocimiento de la psicología humana, por su carácter implacable. No se le conoce una sola entrevista periodística en relación con sus actividades policiacas. Era discreto y su acción fulminante. Su estilo estaba marcado, sin duda, por quienes fueron sus maestros y protectores en las tareas policiacas: Fernando Gutiérrez Barrios y Javier García Paniagua.
* * * * *
Con Miguel Nazar Haro a bordo, acompañado de dos agentes de la Dirección Federal de Seguridad, un avión del equipo aéreo de Gobernación aterrizó la tarde del 16 de septiembre de 1979 en el aeropuerto de Mérida.
Unas horas antes el Jefe había recibido una llamada urgente del gobernador de Yucatán, Francisco Luna Kan. Tenía un pequeño problema: unos presos se habían amotinado y mantenían como rehenes a una veintena de personas en el juzgado aledaño a la prisión.
–¿Podrían ayudarnos? Estos cabrones exigen un helicóptero y amenazan con volar el juzgado con todo y rehenes.
–Voy para allá. Mantengan la situación como está. Hagan tiempo.
Alrededor de las seis de la tarde Nazar llegó al penal. Se enteró de cómo estaban las cosas. Y luego caminó solo hasta la ventana del juzgado, por la calle. Llamó a los asaltantes y Jesús Jiménez se acercó.
–No queremos hacer daño a nadie. Sólo huir.
–Ni madres. Su única salida es entregarse.
Nazar ordenó lo que llamaba un “ataque psicológico”. Patrullas y carros de bomberos hicieron sonar a todo lo que daban sus sirenas, mientras soldados y policías corrían ruidosamente de un lado para otro y por los altavoces se conminaba a los reos a rendirse. Caía la noche y los rehenes gritaban desde el juzgado que la cosa se calmara, que los presos estaban poniéndose nerviosos, que los matarían. El jefe volvió a dar órdenes.
–Lancen los gases.
Y en el juzgado se produjo el rebumbio. Algunos rehenes lograron escapar. El alcalde de la prisión se zafó de sus captores, y en esos momentos entraron los agentes policiacos, a sangre y fuego. Balazos, golpes, culatazos, y finalmente la rendición. Cerca de cinco mil curiosos, reunidos en la Plaza del Centenario, de Mérida, vieron entonces a Jesús Jiménez Custodio, Francisco López Durán y Jaime Pérez Cortés salir por su propio pie.
(Ahí están las fotos: agentes de ojos vidriosos empujando a los frustrados prófugos. Jesús Jiménez, con los brazos en alto, rindiéndose, a quien un agente le voltea la cabeza hacia atrás, jalándolo de la nariz, casi arrancándosela; López Durán, descamisado, sangrante la cabeza; Pérez Cortés, jaloneado de los cabellos, la camisa ensangrentada.)
Y los vieron también ser arrastrados hasta los autos policiacos, mientras escuchaban a los agentes de civil gritar que se los llevaban al hospital O’Horán, que está a unos metros de la prisión. Distancia mínima que al parecer los autos policiacos recorrieron en una hora, porque fue una hora después cuando los reos llegaron allí, ya muertos a tiros. Los policías –de la Judicial del estado y de la Federal– aseguraron en su parte oficial que los presos habían muerto a causa de las heridas que recibieron en el ataque al juzgado. O sea, los cinco mil pares de ojos de los curiosos vieron visiones.
Se produjo un escándalo. Los testimonios periodísticos de nada sirvieron. Legisladores, abogados, partidos políticos, pidieron una investigación que nunca se hizo.
Pero cuando esto ocurría, cuando el gobernador Luna Kan intentaba explicar lo inexplicable, Nazar Haro y su gente habían volado ya de regreso a la ciudad de México.
* * * * *
La Brigada Blanca era el más puro estilo de Nazar Haro. Todo tenía que ser rápido, exacto, perfecto, sin huellas. Yo lo conocía muy bien, me hice a su lado en la Federal de Seguridad. La idea de crear el grupo especial fue suya. Quiso sacar a la Dirección de la mira pública, de las críticas por la lucha antisubversiva. Y además organizar de mejor manera esta misión, separarla un poco de las otras actividades de la Dirección. La Brigada Blanca tenía algo así como 225 agentes. La mayoría proveníamos de la Federal de Seguridad. Recuerdo, veintitantos de la Judicial Federal, setenta y tantos de la Policía Militar Federal. Eso recuerdo. Yo me integré por ahí de diciembre de 1979. Me envió directamente Nazar mediante memorándum dirigido al mayor Cavazos Juárez, a quien designaba como comandante de la Novena Brigada de la DIPD. Me asignaba al Campo Militar Número Uno, “hasta nueva orden”. Junto conmigo llegaron otros compañeros. Recuerdo, por ejemplo, a José Hinojosa Gallo y a Aurelio Lozano. Los agentes de la Brigada trabajábamos lo mismo en el local de la Dirección que en el Campo Militar. Podría decirse que en la Federal de Seguridad eran los interrogatorios preliminares, las averiguaciones, y en el Campo, la cárcel. Aunque a veces procedíamos a la inversa. Aparte de las órdenes precisas que nos daban, podría decirse que en la Brigada Blanca teníamos estas tareas, comunes a todos: localizar las casas de seguridad de los guerrilleros, de los subversivos como les decíamos; vigilar a parientes y amigos de los presos llamados políticos y de los que teníamos detenidos en averiguación; ejercer un estricto control de domicilios, lugares de trabajo y actividades políticas; identificar a los activistas en mítines, (carne de guerrilla, le llamábamos); vigilar a quienes teníamos detenidos en los separos de la Dirección o en la prisión del Campo Militar; investigar por nuestra cuenta los hechos delictivos que nuestros jefes consideraban como ligados a cuestiones políticas. Voy a tratar de reconstruir cómo estaba jefaturada la Brigada. El jefe nato era sin duda Nazar Haro. A él se le rendían las cuentas finales. Y, de acuerdo con el tipo de operación, él participaba o no directamente en ella. Después venían los comandantes: el mayor inspector Marcos Cavazos Juárez, como representante de la DIPD que era la corporación que ponía “la cara” de la Brigada Blanca; por la Policía Militar Federal, el teniente coronel Francisco Quiroz Hernández y los coroneles Luis Montiel López y Guillermo Álvarez Nahara; por la Policía Judicial Federal, Florentino Ventura, que era jefe de análisis técnicos y de servicios especiales de la Procuraduría General de la República; por la Policía Judicial del distrito, Jesús Miyazawa, que como policía se había formado en la Federal de Seguridad; también eran comandantes el mayor José Salomón Tanús y Jorge Obregón Lima, que por cierto estuvieron presos por ahí de 1976 acusados de extorsionar a industriales que defraudaban al fisco. No digo que ganáramos muy bien, pero sí nos pagaban decorosamente. Y, sobre todo, en la Brigada disponíamos del “botín de guerra”, es decir, el reparto de lo que sacábamos en los cateos de casas de subversivos o de sus amigos y de parientes. Lo de la famosa tortura, pues es cuestión de puntos de vista. Nos enfrentábamos a gente muy cabrona, dispuesta a todo. Querían derrocar al gobierno. Era una guerra y ellos sabían tanto como nosotros que en una guerra hay que echar mano de todos los recursos. Y ciertamente, traíamos nuestra escuela, cada quien de su respectiva corporación. La verdad, no conozco ninguna policía del mundo que trate con guantes de seda a los delincuentes. En fin lo menos que inspiraban los detenidos era compasión. Nos dijeron que había que ser duros, que eran las órdenes de mero arriba, y lo fuimos.
sigue leyendo:
No hay comentarios:
Publicar un comentario