Ser periodista en México
Sanjuana Martínez
¿Cuál es su protocolo de seguridad?, me preguntó una periodista
española que me entrevistaba sobre la cobertura del narco en el Norte
del país. Me reí, me quede pensando unos minutos y le contesté:
“Ninguno. A veces me encomiendo a Dios, a la Virgen y a todos los
Santos”.
Los periodistas no acostumbramos escribir sobre nosotros
mismos, ni sobre nuestro oficio. A veces nos sinceramos entre amigos,
otras más frente a un grupo de estudiantes dando una conferencia sobre
el oficio. Generalmente nos guardamos nuestras cuitas. Las batallas o
batallitas de nuestro trabajo las dejamos para charlas de sobremesa o
reuniones entre amigos frente a tragos de tequila y cerveza.
Esta
vez, en lugar de brindar con mis colegas y amigos por la vida, les
compartiré una historia de cuando fui al zoológico y encontré los
cocodrilos fuera del estanque. Me explico: quería escribir un reportaje
sobre la disputa por el territorio de Tamaulipas y Nuevo León entre el
cártel del Golfo y Los Zetas. Fui al pueblo fantasma de Ciudad Mier,
desolado por las balaceras, los secuestros y las matanzas y de allí me
pase a Miguel Alemán para reportear el éxodo de desplazados por la
guerra. Cuando un refugiado me preguntó por la carretera por donde me
había atrevido a ingresar a ese territorio, me recomendó cambiar de ruta
por mi seguridad. Atendí su sugerencia sin hacer caso de mi instinto.
(En estos casos, el instinto es vital, es como una alarma que se
enciende).
El caso es que le hice caso y tome una carretera
interna para llegar a la temida Autopista a Reynosa. Llevaba hora y
media de camino. Tiendas, estaciones de gasolina, restaurantes, todo
abandonado por esos lugares convertidos en territorio en poder del
narco. A lo lejos divisé un puesto con un anuncio: “tacos de carne
asada”. Paré para preguntarle al señor de avanzada edad que lo atendía
si me faltaba mucho para llegar. Me dijo que no, pero añadió una
advertencia: “Tenga cuidado porque acaba de pasar un convoy”.
Inmediatamente pensé en la mala relación de periodistas y soldados, me
acordé de como nos encañonan, nos revisan e intimidan. Le pregunté: “¿De
soldados?”. No, de los otros. “¿Zetas?”, le dije. No, los otros, los
del cártel del Golfo.
No sería la primera vez. En otras ocasiones
había sido testigo de sus rondines y retenes en Matamoros, Monterrey,
Reynosa, Monclova… La diferencia esta vez era que la carretera estaba
desierta. Ni un coche, ni un alma. Me encontraba en tierra de nadie, o
más bien, en tierra de ellos.
Continué mi camino y a los cinco
minutos efectivamente aparecieron por una vereda alrededor de 15
camionetas. La polvareda no me dejo contarlos con exactitud. Salieron a
la carretera. Las piernas me temblaron. Me detuve en seco. No supe qué
hacer. En un minuto pensé en mi vida, en la gente que quiero y me
quiere. Pensé en lo que dejaba si moría. Pensé que sería una periodista
más desaparecida o asesinada, un párrafo en la última página del
periódico, un caso desechado por la Fiscalía Especial para la Atención
de Delitos contra Periodistas. En unos segundos pensé que a muy poca
gente le iba a importar mi muerte, que sólo lo lamentarían mi familia,
mis amigos; que incluso algunos se alegrarían. Y me reproché no haber
pensado en los que quiero. Cerré los ojos con una convicción: “Ya me
llevó la fregada”. Escuché el zumbido del paso de sus vehículos. Y mi
curiosidad fue más fuerte. Abrí los ojos esperando lo peor. Los miré de
frente. Iban vestidos con ropa camuflada. Todos llevaban armas largas.
Las puertas tenían un logo: “CdeG”. Uno de ellos que conducía una
camioneta pick up me volteó a ver y me saludó al estilo militar. Fueron
pasando uno por uno. Me orillé a la cuneta a esperar que aquello
terminara. Y terminó.
Los periodistas en México trabajamos en
condiciones difíciles. Nos enfrentamos a diversos enemigos, algunas
veces plenamente identificados, otras no tanto. Y es sano de vez en
cuando abordar los avatares del oficio y compartirlos con nuestros
lectores, particularmente cuando se trata de sensibilizar sobre el mal
estado que vive la libertad de información y prensa, actualmente
coartadas por las dos violencias.
En México trabajamos entre dos
fuegos: la violencia del crimen organizado y la violencia del Estado.
Informar de la violencia del narco es aceptable, pero cuando informamos
de la violencia del Estado nos convertimos automáticamente en enemigos
de la patria. No está bien visto narrar las atrocidades cometidas por
las policías, el Ejército o la Marina.
Sin embargo,
cuando los periodistas decidimos contar las dos caras de esta guerra,
el abanico de posibilidades de amenazas y ataques se incrementa. Cada
bando quiere ser favorecido por la prensa. El Estado tiene sus
instrumentos como Iniciativa México para controlar el flujo informativo;
el narco ofrece la disyuntiva de plata o plomo, pero finalmente los
periodistas quedamos en medio del fuego cruzado.
México es uno de
los países más letales para ejercer el periodismo. Del 2001 a la fecha,
85 compañeros han sido asesinados: balaceados, calcinados, decapitados,
torturados… 14 más permanecen desaparecidos. Los crímenes cada vez son
más crueles, más alejados del ser humano. Y ante este panorama
desolador, la convicción que nos queda es la falta de voluntad política
del gobierno de Felipe Calderón por reducir o esclarecer la violencia
contra los periodistas. Está claro que al Estado no le conviene una
prensa libre trabajando con garantías para informar plenamente sobre lo
que pasa en México.
Por eso, los periodistas hemos hecho redes
para protegernos entre nosotros mismos. Y los esfuerzos de
organizaciones no gubernamentales como Articulo 19, son fundamentales
para sentirnos arropados. Esta organización dirigida por Darío Ramírez,
en su último y extraordinario informe, da cuenta de las 172 agresiones
relacionadas con el ejercicio de la libertad de prensa que se
presentaron en México durante el año pasado. Los estados donde mayor
número de ataques contra la libertad de expresión se documentaron fueron
Veracruz, con 29; el Distrito Federal, con 21; Chihuahua y Coahuila,
con 15, y Oaxaca, con 11 casos.
El dato más llamativo de este
revelador informe es que el 41.86 por ciento de los ataques a la prensa
fueron cometidos por funcionarios públicos de diferentes niveles de
gobierno, mientras que sólo un 13.37 por ciento son atribuidos a la
delincuencia organizada.
Esto confirma nuestros peores
pronósticos: al Estado no le importan los periodistas, aunque el
Ejecutivo repita que los mata el crimen organizado. Es mentira. ¿Cuántos
periodistas asesinados necesita Calderón sobre la mesa para atender los
delitos contra la prensa?
Después de mucho luchar, Articulo 19 ha
conseguido que finalmente el Congreso de la Unión, a través del
Senado, aprobará la atracción del gobierno federal de delitos cometidos
contra periodistas. La medida llega tarde y mal. La legislación está
incompleta. Y lo más importante, esto no resuelve el problema de las
agresiones a los periodistas.
La cuestión es de fondo. La Fiscalía
creada para atender los delitos contra los periodistas es un auténtico
fracaso. Ha tenido cinco fiscales y cero resultado. Ningún caso
resuelto. Es un esperpento ver como el Estado va bajando su presupuesto.
Un símbolo claro del desprecio del Estado a la prensa.
Un país
que no garantiza la seguridad de sus periodistas, que no garantiza el
ejercicio libre del periodismo, ni la libertad de información ni de
prensa, es un país sin democracia plena. La salud de la prensa es la
salud de la democracia.
Cada vez que alguien agrede, desaparece o
asesina a un periodista, esta aniquilando, socavando, dañando parte de
nuestra democracia, de nuestro derecho a la información. No lo
olvidemos. Nos conviene a todos defender a la prensa.
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