La fe está cansada
Pedro Miguel
Al referirse a los problemas de México, en su homilía multitudinaria del domingo, Benedicto XVI hizo referencia a un cansancio de la fe. Está en lo cierto, sin duda, y los números lo prueban: según los datos que arrojan los censos del Inegi, la iglesia que él preside ha perdido a 10 por ciento de sus fieles en 30 años, y poco más de la mitad de esa pérdida ocurrió en la década 2000-2010, lo que indica que las defecciones tienden a acelerarse. Tal vez por ello la presencia del pontífice en Guanajuato –el principal bastión de la fe católica en el país, se supone– no logró congregar ni a la mitad de las personas originalmente previstas: se esperaba millón y medio de almas, pero a la postre sólo 600 mil asistieron a la cita papal.
Roma pasó de tener 92 por ciento a 82 por ciento de seguidores mexicanos entre 1980 y 2010 y su tajada en el mercado espiritual sigue teniendo características de monopolio, pero se trata de un monopolio minado por el descrédito y la insubordinación silenciosa: no todos los que responden católica cuando se les pregunta su filiación religiosa son practicantes, y es razonable pensar que sólo una pequeña minoría acata las directrices vaticanas.
Los casos más extremos son los de quienes roban, matan o mienten antes y después de comulgar, seguidos por los que aman al dinero por sobre todas las cosas y codician los bienes ajenos. Todos ellos colisionan tanto con los preceptos de la Iglesia como con el civismo republicano e incluso con la ley.
Pero hay también un gran sector de la población que transgrede la estrecha moral católica sin hacerle daño a nadie, como aquellos que no santifican las fiestas, hablan de Dios como una creación humana e incurren en toda suerte de actos, pensamientos y deseos que para el catecismo son impuros.
Algo más: un porcentaje creciente de la población procura vivir de acuerdo con la moral cristiana sin requerir para ello la intermediación del Papa, del arzobispo o del cura local. Para ese sector, sin embargo, los exhortos de Ratzinger a la libertad religiosa se traducen en linchamientos, expulsiones y marginación, circunstancias casi siempre instigadas por el sacerdote católico más cercano. En Roma las cruzadas siguen de moda, aunque ahora ya no se envíe a combatir a Tierra Santa a niños inermes ni a matones con armadura. En 2000 la oficina de Ratzinger publicó la declaración Dominus Iesus, Sobre el carácter único y la universalidad de Jesucristo y de la Iglesia para la salvación, un monumento de intolerancia que descalificaba toda práctica religiosa no católica como vía de salvación.
El referido no es el único documento agotador para la (buena) fe: un año más tarde, el actual Papa fue coautor –junto con Tarcisio Bertone– de la encíclica secreta De delictis gravioribus, que desalentaba la denuncia ante autoridades seculares de delitos sexuales cometidos por integrantes del clero. Pero la archiconocida tolerancia de Benedicto XVI para con los violadores que pululan en su institución es proporcional a la fobia que le causan las mujeres que deciden sobre sus cuerpos, las personas que asumen sus preferencias sexuales y afectivas a contracorriente de los prejuicios, las agresiones de la sociedad y las autoritarias conmiseraciones del Vaticano.
Con esos antecedentes, no hay fe que resista ese llamado de Ratzinger –pronunciado en el país de Marcial Maciel– a proteger a los niños.
En efecto, la fe de millones de mexicanos está cansada, o algo más: agotada, aniquilada, extinguida. Pero no necesariamente se trata de la fe en Dios, la Virgen y los santos. Es de Benedicto XVI, de sus cardenales y de sus arzobispos de quienes está hasta la madre.
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