Mauricio Merino
Varias veces
había leído y escuchado que Enrique Peña Nieto no hacía más que repetir
palabras de otros y leer notas previamente redactadas. Que era como el
jardinero con suerte personificado por el inolvidable Peter Sellers: un
producto puro del aparato político que le rodea, sin ideas propias, ni
posturas definidas, ni capacidad alguna para elaborar conceptos que no
estuvieran ya en un guión prefabricado. Pero no es así: tras escucharlo
en el foro organizado por EL UNIVERSAL, caí en cuenta de que sus
convicciones por el presidencialismo fuerte, por las mayorías absolutas,
por el pragmatismo del poder y por el ejercicio de la autoridad
encarnada en un solo individuo son tan suyas como auténticas. Quizás
Peña Nieto sea un títere del aparato que promete llevarlo hasta Los
Pinos, pero su vocación es la del titiritero.
En esa reunión
no hubo notas, ni tarjetas, ni preguntas estudiadas de antemano, ni
asesores susurrándole al oído. Lo que dijo y respondió salió,
literalmente, de su ronco pecho: su fascinación por la eficacia del
viejo presidencialismo —la mejor tradición de la política mexicana,
según su parecer, que en su opinión no sólo podría ser recuperada sino
que debía ser el propósito de cualquier reforma política futura— es tan
sincera como la contradicción que él observa entre la pluralidad y la
eficacia. No son ideas elaboradas sobre los manteles de una conversación
sino el producto de una trayectoria bien sedimentada en su experiencia
mexiquense. Tanto como la idea según la cual las minorías deben tener un
sitio propio, pero no hasta el punto de impedir que una mayoría
absoluta —aun sobrerrepresentada— asuma el control de los poderes
federales y sea capaz de tomar las decisiones políticas fundamentales.
No es cosa fácil
conciliar ese argumento con el aprecio y aun la admiración que dice
sentir por la mudanza democrática que vivió México al final de los 90,
pues entre sus palabras resulta imposible distinguir entre el rechazo a
la pluralidad como causa inevitable de la ineficacia del gobierno y el
menosprecio por el nuevo régimen político de México. Dice que es
partidario de la democracia, sí, pero es obvio que no se refiere a la
que ya tenemos sino a la que había cuando gobernaba el PRI con mayoría
absoluta. Desde ese mirador, con la sartén cogida por el mango, no duda
en aceptar la participación política de la sociedad civil a través del
plebiscito, del referéndum, de las candidaturas independientes, de las
iniciativas ciudadanas o de cualquier otra figura que convoque a la
gente a la política, siempre que la premisa sea la del control
gubernamental por una sola fuerza partidaria —o por una coalición
electoral prefabricada—. Como en los viejos tiempos, cuando Jesús Reyes
Heroles concibió una reforma para abrir las puertas del régimen
hermético a las minorías, pero sin poner en riesgo el gobierno de la
mayoría.
Su leit motiv es
la eficacia: un gobierno capaz de asumir compromisos y ofrecer
resultados sin más reparo que su capacidad de ejecución. Ése es también
el argumento principal de su campaña, como en el gobierno del Estado de
México. Como si la voluntad del presidente de veras fuera (o pudiera
ser) la representación unívoca de las voluntades de los mexicanos —con
excepción de quienes porfían en quedarse atados a las minorías—, o como
si las decisiones emanadas de Los Pinos gozaran de licencia para
ejecutarse sin más obstáculo que la pluralidad. La visión de Peña Nieto
es que la democracia ha perdido credibilidad y afecto entre los
mexicanos por la ineficacia de la pluralidad. Es como decir que la
democracia ha sucumbido por el hecho de ser democrática. Así que ofrece
salvarla de sí misma: una democracia sin pluralidad (aunque con alguna
representación testimonial de las oposiciones), pero eficaz.
Pero creo que lo
más relevante no son esas ideas, sino su convicción sincera de que
pueden ser llevadas a cabo. Peña parece estar seguro de que un resultado
electoral como el que predicen las encuestas (hasta ahora) le
alcanzaría para gobernar prácticamente solo y trocar así la pluralidad
por la eficacia. Es evidente que no ha cobrado conciencia de que eso es
imposible. No sólo se equivoca cuando dice que las minorías han estado
sobrerrepresentadas en los poderes federales —cosa falsa al menos desde
1997—, sino que comete un error técnico cuando opina que una sola
elección, por abultada que fuera, bastaría para revocar el pluralismo
que hoy tenemos y reconstruir el viejo presidencialismo. Y qué bueno que
se equivoque, pues, si pudiera, seguro lo haría.
Investigador del CIDE
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