Zósimo Camacho / David Cilia, fotos / enviados
Habitan cavernas y viven alcoholizados: es más fácil conseguir tesgüino
que agua potable. En sus propias palabras, “muchas veces es lo único
que hay para llevarse a la panza”. Harapientos, su patrimonio es la
pila de ramas secas a la entrada de la cueva y lo que llevan puesto.
Nacen y mueren sin que exista un registro oficial de ellos. No cuentan
con acta de nacimiento ni saben cuántos años tienen.
Son hombres, mujeres y niños rarámuris que
sobreviven en el corazón de la Sierra Tarahumara , adonde los aventó
hace siglos el chabochi o conquistador y, por extensión, el
mestizo, de quien siguen huyendo y, despavoridos, corren aunque se les
grite que son médicos o maestros quienes esporádicamente los buscan.
En la profundidad de las barrancas o en la cima agreste de las
montañas, arañan, con rudimentarios instrumentos, las peñas casi
desnudas para arrancarles algo de sunú o maíz.
Con esta entrega –de un municipio que
oficialmente no se encuentra entre los más pobres del país, porque los
encuestadores enviados por los gobiernos no llegan a las recónditas
comunidades serranas y la cabecera municipal es “próspera”–,
Contralínea concluye la publicación del reportaje, en 14 partes, de
Miseria Criminal.
Batopilas, Chihuahua. El viento parece mecer a los
infantes, niños, jóvenes y viejos reunidos entorno a una olla de
tesgüino, bebida embriagante de maíz fermentado. Sentados en una viga
carcomida o en el suelo, con la barbilla puesta en sus rodillas, divisan
los enormes peñascos rosados y grisáceos de esta Sierra Tarahumara,
declarada por el gobierno federal “Parque Nacional Barrancas del
Cobre”. Abuelos, de alrededor de 50 años, y nietos, quienes rondan los
cinco, se pasan la hueja luego de darle algunos sorbos. Todos están
borrachos.
La familia de José Rodrigo Torres casi está
completa: sólo sus hijas y nueras huyeron al advertir la presencia de
chabochis. Convive junto a la milpa en la que han sembrado maíz, frijol
y calabaza. Se trata de una pequeña ladera entre los abruptos
acantilados de la cadena montañosa. De manera atropellada, y mediante
intérprete o español entrecortado, señalan que no saben de edades, que
no han recibido nunca atención médica y que comen sólo maíz y frijoles
“cuando hay”. Generalmente se alimentan de quelites que buscan entre el
monte.
—¿Cuándo fue la última vez que comieron carne?
La pregunta los deja atónitos. Guardan silencio
por unos segundos y luego estallan en carcajadas y en una gritería en
la que todos hablan al mismo tiempo.
“¿Carne? No, pues muy a lo largo... a lo largo.
Pasan años pa’ que comamos carne y solamente cuando alguien nos
convida. Los bukes (niños pequeños) ni la conocen”.
Una voz gruesa irrumpe con un lamento. Es la
abuela que ha comenzado a cantar “para que llueva, se dé el maicito y
tengamos milpa que trabajar”. Ana María Castillo –quien dice haber
tenido “como 22 hijos”, de lo cuales “no se lograron” ocho– dirige su
canto al cielo y el abuelo se levanta a bailar. Sus pies descalzos
golpean lenta y rítmicamente la tierra y levantan polvo rojizo. Los
ojos de la mujer, hinchados y acuosos, están cubiertos de una secreción
turbia. Dice: “desde hace unos meses ya casi no veo”.
Antes de que oscurezca, se trasladan a su
morada: una cueva, abierta como pequeña herida en la montaña.
Tambaleándose, caminan por un estrecho sendero en el que cabe una sola
persona; de un lado, la roca y los arbustos espinosos; del otro, la
barranca de la que apenas se escucha el rumor del río.
El acceso de la caverna mide aproximadamente un
metro. Ahí han apilado ramas secas con las que encenderán la fogata. El
interior es más amplio y caben alrededor de ocho personas. Su tosco
metate sólo es piedra contra piedra; también se observa una botella con
agua y dos cobijas. Es el patrimonio de la familia. No todos pueden
dormir aquí. Sólo los abuelos, los niños y las mujeres solteras gozan de
la protección de la hendidura rocosa. Los demás pernoctan bajo chozas
improvisadas con ramas y tierra o a cielo descubierto.
Los niños no van a la escuela, pues “el maestro
que vino nomás estuvo dos días y se fue”, dice Antonio, quien tiene
cuatro hijos menores de 10 años, “más una que se me murió”.
José Guadalupe comenta que “doctor nunca viene.
Sabemos que hay brigadas, pero nunca llegan acá. Andan de esa sierra
pa’ allá” y señala, a lo lejos, una cordillera de coníferas. “Pasa lo
mismo que con eso del Procampo”, añade.
Al lugar se le conoce como La Mesa de Egüis. Se
encuentra, aproximadamente, a 60 kilómetros de esta cabecera
municipal, que se recorren a pie por alrededor de nueve horas; o
cuatro, en camioneta por una brecha accidentada.
Pero no sólo los rarámuris padecen la miseria y
la ausencia de servicios. Los ranchos de los campesinos mestizos
tampoco cuentan con luz eléctrica, servicios médicos ni tierras
fértiles. Son casi tan pobres como los indígenas. La dieta de la
familia Egüis, que levantaron sus modestas casas de adobe junto a un
arroyo, es casi idéntica a la de los rarámuris; pero pueden comer queso
de cabra y café, los cuales comparten algunas veces con los indios.
Munérachi
Cuatro pequeños montones de piedras que sostienen
una lámina constituyen la “casa” de Federico y Martha. El sol se ha
puesto y, como ayer, hoy tampoco comieron nada. “Yo creo que mañana sí
encuentro quelites”, dice serenamente Federico, quien tiene
aproximadamente 17 años. Su mujer, ligeramente menor que él, amamanta a
una bebé de ocho meses. La joven madre ingiere agua de lluvia
recolectada en botellas de plástico.
El cielo encapotado y el aire húmedo anuncian
los aguaceros nocturnos. Saben que la lámina no les servirá de nada,
pero dicen estar acostumbrados: “nomás así siempre la pasamos”.
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