Lydia Cacho
Plan B
En la radio una voz masculina, emotiva y entusiasta nos asegura que la guerra contra el narco va estupendamente bien
Mantener satanizado el debate sobre legalizar las drogas impide evidenciar quiénes se enriquecen en realidad con ellas
En la radio una voz masculina, emotiva y entusiasta nos asegura que la guerra contra el narco va estupendamente bien. Anuncia que nuestros hijos ya han dejado de consumirlas, porque las autoridades consignaron cargamentos de drogas. El cómo llegó el gobierno a la poco científica conclusión de que consignar unas toneladas de droga significa que nuestros hijos ya no consumen es un misterio digno del nuevo Batman.
La guerra tiene sus dificultades, no es preventiva sino simplemente útil para medir fuerzas y mantener un equilibrio entre el crimen organizado y el Estado. Hoy la droga está en todas partes, es cien veces más fácil toparte con un dealer de coca o metanfetaminas que con una biblioteca, un centro de prevención de adicciones o con una secundaria pública. La mayoría de las personas que han probada cocaína y tachas piensa que son tan buenas como un trago de alcohol. Afuera de las escuelas, en los tendajones, con telepizza, un gramo de cocaína cuesta 300 pesos, y de él salen 10 o 15 líneas (una noche completa disfrutando el estado de alerta). Las metanfetaminas son otra historia; sus vendedores son jóvenes; no las perciben como drogas, sino como “alivianes”. Alexa y sus amigas de 19 y 20 años me llevaron a un rave en Cancún. Argumentan que los raves son pacíficos espacios de convivencia. No beben alcohol, sino agua, se divierten y bailan a ritmo tecno. Las tachas les permiten “sentir la música en el alma”. La gente joven que consume drogas tiene argumentos que hay que escuchar, no silenciar, estemos o no de acuerdo, porque en ellos sustentan su persistencia en trivializar el consumo.
La madre de Alexa toma Tafil antes de dormir y Prozac al levantarse. Su padre, por dolores crónicos de espalda, diario toma dos pastillas de Dolac. Todos los adultos en el entorno de Alexa beben al menos tres veces a la semana. Ella critica los estragos del alcohol y no comprende porqué no se legalizan las drogas. Quitarles a muchos la fascinación de lo prohibido cambiaría las cosas, aseguran las jóvenes.
El problema no es el alcohol en sí mismo, sino la manera en que se maneja. Lo mismo aplica para las drogas, aseguran. Tomar una metanfetamina no se diferencia en nada a tomarme dos caballitos de tequila, pero a mí, asegura otra joven, no me gusta sentirme fuera de control por el tequila. “Mi padre, los viernes se va en su yate a beber güisqui con sus cuates y llega súper jarra. Yo nunca he quedado tan mal como él por fumar un poco de mota, no hago daño, sólo me río con mis amigos”. El problema, dicen mis interlocutoras, es la hipocresía del sistema. Las drogas están en todas partes y más baratas que nunca. Algo están haciendo mal, dicen: esta guerra sólo ha arrojado muertos.
Las personalidades adictivas buscarán de todo, prohibido o no. Educar a la gente para manejar ese tipo de personalidad es fundamental. Mantener oculto y satanizado el debate sobre legalización de las drogas impide también evidenciar quiénes se enriquecen en realidad con su venta y qué motivos ulteriores tiene esta sangrienta guerra, en términos de control social. El discurso moral y del miedo a las drogas no impacta a la juventud. Hay quienes beben alcohol para divertirse y quienes sin él no soportan la vida. El uso de las drogas legales e ilegales responde a los mismos paradigmas. Un debate abierto podría evidenciar porqué y para qué cada vez más jóvenes consumen drogas.
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