Bucareli
Jacobo Zabludovsky
Las puertas
19 enero 2009
Jacobo Zabludovsky
Las puertas
19 enero 2009
Mañana martes Antonio Carrillo y yo veremos juntos la toma de posesión de Barack Obama.
Hace casi medio siglo salimos de Miami por la A1A rumbo al norte al hilo de la costa para llegar a Cocoa Beach, la población más cercana a Cabo Cañaveral donde él iba a filmar y yo a transmitir por radio uno de los primeros lanzamientos al espacio. Tres a cuatro horas de camino recto entre el Atlántico y el río Banana cruzando pueblitos como un Hollywood menos famoso, Fort Lauderdale, Palm Beach. De vez en cuando, en medio de los dos carriles del tránsito, uno de ida y otro de vuelta, se ensanchaba el camellón para acomodar estaciones de servicio. En una de ellas nos detuvimos.
Dos puertas en el retrete de hombres. Una con el letrero white, la otra con el letrero colored. Antonio y yo nos miramos desconcertados, estremecidos. Una profunda vergüenza me dejó paralizado. No la humillación a mi amigo y compañero, sino a mí como ser humano. Qué hacemos, Jacobo. No sé, Toño. Yo sin duda, blanco. Él no negro, sólo colored.
Antonio Carrillo era de esa gente entre la que yo había nacido y crecido sin saber de su color, sin notarlo, sin darle importancia. En las siete vecindades de La Merced donde viví mis primeros veintitantos años, los vecinos eran rubios o morenos, mestizos, negros, mulatos, barbudos o lampiños, gordos o flacos, altos o chaparros. En los tendederos de patios y azoteas el sol secaba igual la ropa de unos que de otros.
En las escuelas a las que tuve la suerte de asistir: la primaria República del Perú, la secundaria 1, la Escuela Nacional Preparatoria, la Facultad de Derecho de la UNAM, nunca advertimos ni fue tema de conversación el color de nuestra piel. Ocupábamos cualquier asiento del tranvía, del cine, de la fonda; éramos los mismos, iguales en las diferencias. Y podíamos orinar en cualquier mingitorio sin distingos. Ahora, por primera vez en mi vida enfrentaba la injuria y la angustia de decidir cuál era la puerta de cada quien. Entrar por la de blancos era aceptar la ofensa.
Faltaba mucho tiempo para que una muchacha negra desafiara la ley sentándose en la parte prohibida de un autobús. El Ku Klux Klan linchaba jóvenes por negros, no por delincuentes. Por primera vez un negro entraba a las grandes ligas del beisbol. Ninguno todavía a los equipos de futbol americano, ni a los clubes de golf, ni a ciertas tiendas y restaurantes. En aeropuertos y centrales de autobuses, salas de espera distintas apartaban a negros de blancos. Las universidades eran de whites y cuando una familia negra compraba casa bajaban los precios en las colonias residenciales.
En las películas de la pandilla infantil el negro era el tonto; en las de Tarzán, el salvaje cargador de bultos; en las de Robert Taylor, el portero del hotel; en Lo que el viento se llevó, los esclavos y los lacayos. No era el cine una realidad ficticia, era la realidad real. Reflejaba la vida. Y nosotros, en las pantallas de barrio la aceptábamos como algo natural, así debía ser. Los negros de un lado y los humanos del otro. Pero ahora Toño y yo teníamos que decidir por cuál puerta entrábamos.
No había llegado el día en que Martin Luther King tuvo un sueño y la capital del imperio se iluminó en todas sus calles con caras oscuras que decían aquí estamos. Las barreras fueron cayendo y en los cementerios militares se permitió enterrar, al fin cercanos, cadáveres negros y blancos. De Europa llegaban más informaciones, datos, detalles y cifras de la matanza generada por el odio racial. Ahora tomaríamos una decisión de la cual no dependía la vida ni la muerte, sólo la manera de estar contigo mismo el resto de tu vida, el peso de tu carga, el acierto o el error del que no podrías desprenderte.
Han pasado 50 años. El incidente fortaleció la amistad entre Toño y yo. Creció el afecto fraternal. El mundo cambió ante nuestros ojos, y mañana martes un negro será presidente de Estados Unidos. La A1A ha sido una carretera inacabable.
El recuerdo de aquella tarde en el paradero del camino se ha hecho cada vez más hondo, como hachazo en la corteza del árbol. Usted querrá saber, quizá, qué decisión tomamos.
Fue la mejor.
El destino a veces te juega bromas. Un proverbio antiguo afirma que Dios ríe mientras el hombre piensa. La ceremonia de mañana es más que un acto de democracia. Es el visto bueno a las decisiones que muchos han tomado a lo largo de siglos.
Es algo que Toño estaría disfrutando si no hubiera muerto hace años.
Mañana martes él y yo veremos por televisión cómo un hombre entra a una casa sin tener que decidir cuál de las puertas es la permitida.
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