Bertone y el Estado laico
Pablo Gómez
23 enero 2009
Pablo Gómez
23 enero 2009
El secretario de Estado del Vaticano, cardenal Tarcisio Bertone, cantó victoria en el teatro de la República, en Querétaro, santuario —dijo— del Estado laico mexicano. Pero casi todas las prohibiciones a las que fue sometido el clero en 1917 desaparecieron hace algún tiempo. Bertone se equivoca. Aquellas prohibiciones fueron represalias contra el clero católico pero no eran la esencia del laicismo mexicano.
El Estado laico en México surgió de la necesidad de secularizar la gran propiedad de la tierra, de hacerla parte del mercado. La gran expropiación liberal de las tierras del clero —monasterios incluidos aun sin tanta necesidad y con algunos desastres— fue el rompimiento de una de las tres garantías de la consumación de la Independencia: la de religión. El Estado dejó de asumir cualquier creencia religiosa y de proteger corporaciones eclesiales, pero nunca instituyó enemistad alguna. No se produjo ningún problema religioso propiamente dicho. El laicismo en México, criticado con burla por Bertone, es el acierto mayor del Estado mexicano.
Los liberales decimonónicos no arrebataron a los sacerdotes el derecho al voto activo, el cual ni siquiera tenía entonces alguna relevancia, sino las tierras y los inmuebles urbanos: el poder económico del clero.
La jerarquía católica en México siempre estuvo de parte de los oligarcas: la colonia española, la monarquía de Iturbide, las castas conservadoras, el imperio de Maximiliano, los latifundistas del porfiriato. Todos los derrotados en la historia tuvieron de su lado al alto clero católico. De ahí la distancia entre el pueblo y su sacerdocio, y de ahí la profundidad del laicismo mexicano.
Los radicales de la Revolución le pasaron la factura a un clero reaccionario, defensor de privilegios y opresiones, lo cual no justifica que los sacerdotes hayan sido privados de sus derechos ciudadanos. El tapabocas político al que fue sometido el clero católico no es el Estado laico, sino una represalia por todas las que debían los jerarcas de esa Iglesia.
Hoy, Bertone quiere el desquite. Pero, ¿cuál? ¿Busca los derechos políticos de los sacerdotes? No. ¿Acaso quiere un acercamiento entre la jerarquía católica y el pueblo mexicano? No. Quiere aquello anhelado durante tanto tiempo: la escuela pública. Pero, ¿para qué? Si hasta hoy la mayoría del clero católico en México —su alta jerarquía— ha combatido o ha dado la espalda a todas las causas nacionales y populares, el futuro que nos plantea Bertone es más de lo mismo: pueblo y clero viven de espaldas uno con el otro y a los curas reaccionarios sólo les queda el recurso del fanatismo religioso, el cual empobrece y envilece a la Iglesia misma. La teología de la liberación fue perseguida —poco a poco— por nuestros jerarcas católicos con el apoyo de Roma. Los curas revoltosos fueron discriminados dentro de la gran Iglesia, la cual les hacía la vida difícil a Méndez Arceo, Samuel Ruiz, Lona y otros, portavoces de lo mejor del Concilio Vaticano II, enemigos del fanatismo, líderes populares comprometidos con su gente y su tiempo: ésa es otra Iglesia.
En México, la educación pública es para todos, sin importar la religión de los alumnos, entre quienes no tiene por qué haber diferencia religiosa alguna. En nuestras escuelas públicas no se discuten temas religiosos ni se distinguen los creyentes de los no creyentes, los católicos de los evangélicos, etcétera. ¿Se quiere que esto acabe? ¿Para qué?
Hoy, la Iglesia puede abrir sus propias escuelas de doctrina católica. ¿Tendría el Estado que volver a proteger a ese alto clero que jamás ha tenido compromiso alguno con la nación y el pueblo? Es ya mucho que se encuentre indebidamente exento del pago de impuestos.
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