“No habría fe si las madres la perdieran, ni esperanza en lo futuro si las madres la negaran a sus hijos”, escribió hace tiempo Constancio C. Vigil, el ilustre uruguayo que amaba a los niños. ¡Cuánta razón! ¡Vaya si lo sabemos las madres de los desaparecidos! La fe que tuvimos en ellos, en su dignidad, en su valor, en sus convicciones, en sus ideales, es la que alimenta la esperanza que late acompasada al ritmo de nuestros corazones y llena de luz nuestro pensamiento.
Reunidas hace años, convocadas por la pena de las ausencias, casi al inicio de nuestra lucha desigual y difícil, en todas nuestras mentes brotó la remembranza colmada de dolor. ¿Cómo no sentir dolor, si nos arrancaron a cada una un hijo, una hija, un esposo, un compañero? Pero allí estábamos, compartiendo esa cosa terrible, el dolor, porque la semejanza del suceso que colmó de pena un hogar fue la que se aposentó en otro y en otro y en cientos más… y en miles en la herida América, “ que aún reza a Jesucristo y aún habla en español”, como describió Rubén Darío a esta tierra pródiga, a la que yo hoy no podría llamar “nuestra América” (como lo hizo el apóstol cubano), porque cada día nos arrebatan un trozo de dignidad y de soberanía los malos gobiernos, proclives a los designios extranjeros de la peor calaña.
Nuestros hijos fueron catalogados por el sátrapa como terroristas, cuando el terrorismo lo acuñaron él, Luis Echeverría, y Díaz Ordaz el 2 de octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas. La rúbrica sangrienta del primero fue el 10 de junio de 1971 y con ambas fechas, colmaron el oprobio que manchó al Ejército, aquel que otrora no había aprendido a ser asesino, pero que en Huitzilac, el 3 de octubre de 1927, con Obregón y Calles, se enseñó a serlo y cubrió de cruces un trozo de aquella tierra exuberante, porque en ella cayeron el general Francisco R. Serrano y varios de sus amigos y partidarios. Lo dice la historia y lo escribió Vito Alessio Robles en Desfile sangriento, que ya vaticinaba el terrorismo de Estado que desde entonces sentimos.
A todos los desaparecidos y a los que sufrieron prisión les negaron diálogo y justicia. Lastimaron con inaudita sevicia miles de hogares mexicanos; secuestraron, torturaron y llevaron a cárceles clandestinas en campos militares y bases navales a cientos de jóvenes, cuyo paradero ignoramos sus familias. Mancharon al Ejército y llenaron el ámbito de la patria de la profunda tristeza que crece como mala yerba, abonada por la miseria, el hambre, el menosprecio y el olvido.
Nosotros, familiares de los desaparecidos de este país, seguimos y seguiremos luchando con la esperanza enhiesta, firme, de recuperarlos, aunque sintamos y podamos ver que la tristeza transita por los años.
Dirigente del comité ¡Eureka!
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