¡¡Exijamos lo Imposible!!
Las Catrinas de Posada seducen en París
PARÍS (Proceso).- El éxito es inmenso. El público francés sucumbió al
encanto de las elegantísimas Catrinas de José Guadalupe Posada, se dejó
seducir por la alegría iconoclasta de sus calaveras y permitió que sus
insolentes calacas le enseñaran a reírse de la muerte.
Es un logro inédito. En Francia el tema de la muerte es –casi– tabú, y burlarse de ella es –casi– una blasfemia.
Noche
tras noche la ingenuidad poética, el humor, el misterio y la gracia
del espectáculo Calacas, inspirado por los dibujos de Posada, embruja a
niños y adultos.
Creado por Bartabas y su teatro ecuestre Zíngaro,
Calacas se estrenó en 2011 y desde entonces se presenta
alternativamente en París y en ciudades de provincia. Triunfa en todas
partes.
A lo largo de dos años, más de 160 mil espectadores se han
reunido en el hermoso circo de madera que Zíngaro construyó en
Aubervilliers (suburbio de París) hace un cuarto de siglo o en la gran
carpa que monta durante sus giras.
En ambos lugares la
escenografía es la misma. Caballos, amazonas y jinetes se despliegan en
dos espacios distintos: una amplia pista circular rodeada por gradas y
un alto corredor-pista instalado detras de las gradas superiores. A
menudo los artistas dan vueltas en ambos espacios al unísono, creando un
ambiente de carnaval vertiginoso.
Las entradas y salidas de los
caballos están meticulosamente controladas por personajes vestidos de
negro y encapuchados. Las reglas que impone esa escenografía a los
espectadores son estrictas: se prohíbe salir del circo a lo largo de las
casi dos horas que dura la función. Pero nadie tiene ganas de perderse
un solo segundo de esa gran fiesta en la que dibujos nacidos de la
imaginación desbordante de Posada cobran vida como por arte de magia.
La
primera escena de Calacas recibe al público en la oscuridad total. Poco
a poco una luz tenue ilumina la pista superior. Aparece un caballo
montado por La Muerte. Lo siguen otros guiados por calacas-títeres.
Resuena un canto chamánico. Voces y murmullos surgen de la noche de los
tiempos. Suena un caracol prehispánico.
Desaparecen el invierno
parisino y las trivialidades cotidianas. Los espectadores se sumergen
en otra dimensión. Se oyen tambores, luego flautas. Se vislumbra la
pista inferior en la que se mueven dignamente una decena de guajolotes
negros y uno blanco. El ritmo de la musica se acelera. La Muerte-amazona
sigue dando vueltas en la pista superior.
La escena dura siete
minutos. Es iniciática. El público va perdiendo su autodefensa
cartesiana. Es justo lo que se requiere para adentrarse en el universo
de Bartabas y de su cómplice José Guadalupe Posada.
Poco a poco
los espectadores descubren, primero, a un Jinete-jaguar abrazando a una
calaca, ambos sobre un caballo altanero que da mil vueltas a la pista
inferior; después a un cardenal con su sotana roja y su máscara de
diablo que se mantiene en equilibrio de pie sobre dos caballos al mismo
tiempo (el prelado lleva en los hombros una cruz y su Calaca-Cristo
crucificada); a una Catrina envejecida y ebria que intenta seducir a un
ranchero gordo y borracho tumbado en el suelo al lado de su caballo
también tendido en el piso e igualmente tomado.
Niños y grandes se
divierten con las travesuras de cuatro Acróbatas-calacas dotadas de
enormes cabezas que cabalgan en la pista superior. Se persiguen, se
interpelan, se pelean, se burlan las unas de las otras. Son calacas
llenas de vida y entusiasmo que reaparecen a lo largo del espectáculo,
siempre animadas por una energía inagotable. A veces invaden la pista
superior, o bien hacen piruetas en la inferior, trepándose y bajándose
de sus equinos con gritos y risas.
Todo mundo queda pasmado
cuando una amazona de cuento de hadas, vestida de blanco y rojo, irrumpe
en la pista inferior. Monta un caballo blanco, cabalga velozmente, un
inmenso velo blanco baila detrás de ella. En la pista superior negros
penitentes sobre caballos oscuros igualmente dan vueltas arrastrando
larguísimos velos verdes y morados.
El desfile de carrozas de
carnaval de cartón jaladas por corceles provoca entusiasmo. Cada una de
ellas, copia fiel de grabados de Posada. La primera es una suntuosa
carroza mortuoria en la que de vez en cuando el difunto se sienta en su
ataúd para echarse tragos de tequila. La segunda representa al infierno
donde calaveras pecadoras brincan en medio de las llamas. Y otra es un
carromato de circo que transporta jirafas y elefantes. Una cuarta
representa una destileria de tequila.
Pero la emocion alcanza su
clímax justo al final, cuando una Catrina sensual y misteriosa, envuelta
en nubes de incienso, se balancea en un columpio…
La música es
omnipresente en Calacas y juega un papel tan importante como la parte
visual de la obra. La gama seleccionada por Bartabas es infinita:
sonidos alusivos al periodo prehispánico, cantos chamánicos, bandas de
pueblo, organillos desafinados, discos de principios del siglo XX
tocados en antiguos fonógrafos.
Dos chichineros oriundos de Chile
se incorporaron a la compañía de Zíngaro y seguirán con ella mientras
se presente Calacas. En la segunda escena del espectáculo estos
talentuosos hombres-orquesta cautivan a los espectadores durante casi 10
minutos. Tocan al mismo tiempo tambor y címbalos. Lo hacen gracias a un
sistema de cordones que les permite tocar címbalos con los pies
mientras que sus manos se dedican al tambor. Nunca permanecen quietos,
dan saltitos para poder tocar los címbalos, y mientras aceleran el ritmo
giran sobre sí mismos como trompos.
Explica Bartabas:
«Por
lo general prefiero tener sólo música en vivo en los espectáculos
de Zíngaro. Pero en el caso de Calacas opté por un amplio repertorio
que abarca desde músicas indígenas hasta bandas de principio del siglo
XX. Tuvimos que recurrir a grabaciones muy antiguas. Estas grabaciones
alternan con una sección rítmica que confié a cuatro músicos que tocan
en vivo: dos son chichineros chilenos, los otros son músicos franceses.»
Bartabas cuenta a la corresponsal que había visto obras de Posada mucho tiempo atrás, pero volvió a descubrirlo recientemente:
«Estaba investigando el tema de las danzas macabras de la Edad Media
cuando me encontré de nuevo con Posada. Esta vez fue una revelación. Lo
que me fascina es el arte con el que supo encarnar a la muerte y
convertirla en un personaje. Eso me parece muy impactante a nivel
político. A primera vista los esqueletos que pinta se ven todos iguales,
pero gracias a algunos detalles Posada logra destacar las distintas
categorías sociales de su época. Sin embargo todas son iguales ante la
muerte. Es una sátira social que me interesa mucho.»
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