La Jornada
Escenario y disonancia
Luis Linares Zapata
El escenario ha sido
repetido en numerosas ocasiones para que resista incólume la dura prueba
de los hechos de soporte. Las disonancias entre palabras y concreciones
van apareciendo y fermentan dudas sobre los méritos de mostrar, una y
otra vez, escenografías donde las bases son por demás endebles. El
gobierno de Peña Nieto, a juicio de la crítica enterada, agotó sus
oportunidades de subirse al estrado sin nada, o muy poco, entre sus
manos. Aun los más ardientes difusores del oficialismo en turno han
menguado en sus alabanzas al espíritu renovador que, llenos de fervor,
anunciaron desde sus magníficos altavoces. Insuflar expectativas
requiere, según parece y a juicio del poder, de una intensa campaña de
propaganda gubernamental que apuntale los mermados ánimos populares. Las
formas con que se viene envolviendo el quehacer público no se pueden
confundir con el fondo.
El reciente anuncio de la cruzada contra el hambre fue bastante más que un montaje a distancia de los ya acostumbrados en la corta marcha del sexenio actual. En verdad se exhibió, sin escatimar gastos ni parafernalia, todo un teatro ambulante. Coro de mandones, sitiales preferentes, terreno emblemático y público acarreado al calce completaron el fastuoso escenario. El contenido del programa anunciado, sin embargo, alcanzará, si es fondeado como se anuncia, a sólo una fracción (25 por ciento) de los mexicanos que hoy padecen hambre. Ambiciosos programas, uno tras otro de manera sucesiva y en variadas intentonas de reducir, finiquitar o paliar siquiera la pobreza, la marginación o la franca miseria, han terminado en sonoros, tristes, inocultables fracasos. La pobreza, en México, ha aumentado a pesar de los cientos de miles de millones de pesos etiquetados para tales fines. Es imposible entonces olvidar o disfrazar que frente a tales anuncios de grandiosos programas y atroces realidades, la continuidad de un modelo acumulador ejerce sus totalitarios dictados depredadores.
El celebrado Pacto por México, el buque insignia de las pretensiones políticas de Estado, tiene una limitante de consideración: fue signado por dirigentes partidistas que distan mucho de contar con las credenciales que validen sus actos. Tampoco el aparato de la administración federal, largamente anquilosado en sus rutinas y capacidades, puede colocarse frente a tentativas de cambios, menos si se anuncian como trascendentes. Las correas de trasmisión con la ciudadanía común y corriente de tal élite signataria son precarias o, sencillamente, inexistentes. Las cúpulas de los partidos se hallan, hoy por hoy, desprovistas de voces y manos representativas del electorado que recién acudió a las urnas. Además, una gran parte de ese voto, más de una tercera parte, no tiene cabida alguna por más que trate, dicho pacto, de colorearse con tintes de izquierda. La venidera reforma fiscal se encargará de finiquitar los remanentes que le sobrevivan.
Similares términos pueden emplearse para describir al liderazgo de la cámara baja. Allí, sin embargo, la excepción corre a cargo del priísta (MFB), que siempre busca una salida decorosa a los problemas que se generan en su fracción o que le trasladan desde más alto. Aunque el margen de sus maniobras parlamentarias está condicionado, claro está, por el rígido cauce que impone la continuidad del modelo vigente y al que se pliega por necesidad o gusto. Pero el talante desplegado por el priísta alivia tensiones y busca acomodarse con la pluralidad. Lo cierto es que, en este trajín de tramoyas descritas cobran sentido las palabras de Barack Obama, al tomar posesión de su renovado cargo: hay que actuar aunque sepamos que el trabajo no es perfecto y no sustituir la política con el espectáculo.
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