Astillero
AMLO, al Frente
Adiós a lo amoroso
Falso brillo del oro
Violencia regulable
Julio Hernández López
Andrés Manuel López
Obrador decretó ayer la disolución de la República Amorosa y sus anexos
suavizantes. En la Plaza de la Constitución de la capital del país,
teniendo como marco de referencia una exhibición de indicios varios de
los excesos priístas en campaña y de la compra de votos, retomó
parcialmente el lenguaje de la guerra política, valoró negativamente la
respuesta de sus adversarios a las posturas moderadas que ha sostenido
hasta ahora y anunció que no se rendirá y seguirá luchando.
A diferencia de otras ocasiones, en las que se ha esforzado por mantener un discurso más o menos conciliador, el Andrés Manuel de ayer enfatizó que no caminará sobre
el pantano, la inmundiciadel fraude electoral y advirtió que el movimiento que encabeza no se suicidará políticamente (lamentable selección amloísta de términos: hablar de suicidio no es lo más adecuado para un líder o un movimiento que pretenden mostrarse viables y vitales), pues seguirá luchando por las vías pacíficas, a sabiendas de que hay
halconesdeseosos de utilizar la
fuerza bruta.
AMLO se planta de cara a lo que se viene encima, con la vista puesta no solamente en la batalla contra la imposición de Enrique Peña Nieto sino, sobre todo, en el fortalecimiento de la opción de un frente de izquierda que sea capaz de oponerse a las reformas legislativas que el PRI, el PAN y buena parte de la estructura triunfante del PRD pretenden aprobar para así establecer un nuevo diseño de nación, acorde con los intereses de esas cúpulas y marcadamente lesivo del interés popular.
En tanto, el tribunal electoral se mueve justamente en el terreno que AMLO rechaza (aseguró que no aceptará argucias legaloides). Sordos y ciegos ante las públicas y conocidas evidencias de la conversión de lo electoral en mercantil, los magistrados preparan su dictamen enriquista. Otros asociados en esa magna operación fraudulenta pavimentan el camino fomentando un clima de presunto hastío nacional ante la disidencia y de clamor en busca de que los mexicanos se unan y que todo mundo se ponga
a trabajar.
El triunfo de la selección mexicana de futbol varonil en las Olimpiadas ha sido utilizado también en el dibujo de esas líneas presuntamente unitarias y restauradoras de una normalidad acrítica. Bien jugado y bien ganado, el partido contra Brasil ha sido convertido en argumento electrónicamente reiterado para asegurar que México está en evidente vías de mejoría y que debe dejarse atrás todo lo que signifique discusión y división.
Valioso y digno de festejo (a discutible fe de esta columna deportivamente amateur), el triunfo mexicano tiene ínfima correspondencia positiva con lo que en términos generales sucede en la sociedad mexicana. No es consecuencia de planes masivos de desarrollo deportivo (pues la organización y los presupuestos oficiales siguen secuestrados por camarillas predispuestas a ganar medallas de oro solamente en cuanto a corrupción) y sus claves, por el contrario, están en los peores estantes nacionales: en el futbol profesional visto como negocio, manejado con arcaicos criterios despóticos, mafiosos, y dependiente de las televisoras, sobre todo de Televisa.
Por otra parte, como si fuese posible regularla conforme a designios políticos, la violencia relacionada con el narcotráfico y otros crímenes conexos mantiene una extraña temporalidad. A pesar del amago constante hacia los comicios recién pasados, a la hora de las urnas los cárteles mostraron una peculiar actitud comprensiva, sin amenazas ni atentados, que incluso podría clasificarse como colaboracionista, en cuanto permitieron el desarrollo pacífico de las elecciones pero también tomaron partido (o partidos), financiando actividades de proselitismo y promoviendo abiertamente a los candidatos que les eran afines, en una tarea de inducción del voto que en algunos estados del norte del país fue claramente registrada por los ciudadanos, aunque no por los medios de comunicación, que en su gran mayoría son obligados al silencio o al boletín de prensa por esos balísticos poderes informales.
Luego de esa especie de receso electoral han vuelto a multiplicarse las escenas tan sabidas (la más reciente, el asesinato de un priísta que presidiría el municipio de Matehuala, en SLP), llegando algunas a la capital del país, que hasta ahora había sido poco afectada por el drama nacional. Una primera lectura puede sugerir que se esté en presencia de una reactivación de la violencia a causa del cambio sexenal de poder institucional. El adiós a los tratos hechos con quienes se van en poco más de 100 días y el regateo con los que llegarán podría generar tantos conflictos que éstos estuvieran saltando a las calles, en enfrentamientos entre grupos antagónicos y de algunos de éstos contra policías federales y militares.
Pero el agravamiento de la violencia pública, sus expresiones contundentes, abonan también al crecimiento de un sobresalto social que ayuda a la reducción del ánimo crítico e incluso llega a creer necesaria la eliminación de protestas y controversias relacionadas con lo electoral, para dar paso a una presunta normalización que ayude a frenar las antes mencionadas expresiones de reavivamiento de la descomposición relacionada con el narcotráfico.
Y, mientras a Felipe ya no le hacen caso ni en el PAN, ¡hasta mañana, con el adiós a Londres y la vista en Río!
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