Don Pancho
Francisco Rodríguez
Francisco Rodríguez
Indice Político
-- Dicen que usted es un cabroncito –me espetó la primera vez que nos encontramos frente a frente, la mañana del 5 de febrero de 1982, en el Hospicio Cabañas de la capital de su natal Jalisco--, y yo le voy a quitar lo cabrón.-- Pues de cabrón a cabrón… --le contesté.
Y soltó la carcajada.
Como hacía con todos a quienes recién conocía, don Pancho Galindo Ochoa medía así a sus interlocutores. ¡Ay de aquél que se amilanara! O que quebrara la voz. Perdía la oportunidad de ser considerado entre aquellos muchos que de vez en vez eran convidados a su mesa. Aquella de la esquina del salón que capitaneaba el grande Arturo Cervantes y del que fueran propietarios Françoise y Paquita Bouteille.
Inicié así una relación con el mito. Con quien dictaba las columnas políticas, de sociales y hasta culturales de la década de los 50’s y los 60s del siglo pasado. Con quien, desde finales de los 70’s no se resignó a leer espacios de opinión en los que ya no podía –o a veces ni quería— influir.
Sobre él se han escrito parrafadas tras parrafadas. Incluso se han publicado transcripciones en las que se le atribuyen conversaciones altisonantes con quienes fueron o habrían de ser presidentes. De cómo cooptaba a este o a aquel editor. De cómo empujaba a este o a aquel político. Que conseguía curules, escaños y preseas. Incluso empleos para todo aquel que se le acercaba.
Poco, en cambio, lo que se ha escrito sobre lo mucho que de humano había bajo el duro caparazón político. Que pese a comer de lunes a viernes en el que fuera el mejor restaurante de la capital del país, él prefería los sábados cuando en su casa le servían caldo de frijoles negros, con rábanos picados y cebolla rallada. Que adoraba a su familia. Que con lágrimas que intentaba ocultar, extrañaba a doña Elena, la que fuera su compañera de vida a quien ahora ha alcanzado allá arriba.
En nuestras comidas, don Pancho también tocó mi espíritu. Sobre todo aquella tarde de desánimo personal en la que me dijo: “Siéntase orgulloso, tocayo. Ella me ha dicho que usted es el hombre de su vida”.
Don Pancho fue en sí mismo una época. Personificó las históricas relaciones prensa-poder, es cierto. Ejerció su influencia, también. Pero sobre todo fue y será icono de la lealtad a quienes no todo el tiempo le fueron leales: los políticos de tomate, cebolla y chile verde: “a la mexicana”. Los que sólo acudían ante la necesidad, y satisfecha ésta le olvidaban, para regresar ante una nueva urgencia, que sin rencor les era solucionada.
“Ayude al PRI, tocayo”, me decía. “Pero si éste ya no es el PRI”, le respondía yo para evadir la petición. “Ayude al Presidente, tocayo”, me demandaba. “Pero si ni él mismo se ayuda”, volvía a escabullirse este escribidor. Y él asentía. No lo decía, pero con un gesto aceptaba cuando retomando la frase reyesheroliana yo le endosaba aquello de “lo que resiste, apoya”.
Hasta hoy, Galindo Ochoa, don Pancho, nunca metió un dedo en el teclado que –dirían los clásicos— tunde este escribidor. Casi desde hace 26 años, quien se nos adelantara hace dos días, ingresó en cambio al repertorio de los personales retos cotidianos.
-- De cabrón a cabrón…
Porque don Pancho fue, es, será eso: un gran cabrón.
Descanse en paz.
pacorodriguez@journalist.com
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