¡¡Exijamos lo Imposible!!
Proceso
El problema no está en el IFE…
MÉXICO, D.F. (Proceso).- La renuncia de Sergio García Ramírez a su
cargo de consejero electoral del Consejo General del IFE evidencia –una
vez más– las deficiencias y vicios del proceso de designación de los
integrantes de dicho órgano. El todavía consejero señaló que desde que
le hicieron la invitación, en diciembre de 2011, él les explicó a los
legisladores de todos los partidos que su presencia sería únicamente
durante el proceso electoral y que una vez concluido éste, dimitiría,
con lo cual –según su dicho– ellos estuvieron de acuerdo.
La
presión para que García Ramírez aceptara un cargo que él afirma nunca
buscó ni le interesaba, era que lo que les daba confianza a los partidos
políticos fue la terna en su conjunto y que si uno de ellos salía,
inevitablemente el acuerdo se caía. El hecho desnuda el procedimiento
para designar a los consejeros: Cada líder de partido político tiene a
su candidato, normalmente un militante, simpatizante ideológicamente
afín a dicho partido o en algunos casos comprometido con sus dirigentes.
Por
un acuerdo tácito cada una de las tres principales fuerzas políticas
tiene derecho a proponer a un consejero (antes cuando se nombraba a los
nueve en el mismo momento, se repartían proporcionalmente su
representación en la cámara; hoy, que son tres, es uno por fuerza
política) y el acuerdo al que lleguen los líderes de los tres partidos
políticos automáticamente cuenta con la aprobación del pleno.
La
única vez que se violó este procedimiento fue en octubre de 2003, cuando
PRI y PAN decidieron dejar fuera de la negociación al PRD porque
insistía en mantener a algunos de los consejeros que concluían su
encargo; el resultado fue el conflicto poselectoral de 2006, con las
consecuencias de sobra conocidas. En octubre de 2010, cuando se debían
nombrar tres consejeros electorales el PRI intentó imponer su mayoría en
la cámara: Quedarse con dos de las tres propuestas y dejar a cualquiera
de los otros dos partidos fuera. Pero ni PAN ni PRD cedieron a esa
presión.
Como la designación de los consejeros requiere del voto
favorable de las dos terceras partes de los legisladores presentes, el
PRI requería necesariamente el acuerdo del PAN o del PRD y la
designación se pospuso casi 13 meses. Finalmente en diciembre de 2011 el
PRI accedió a proponer únicamente uno de los tres (Proceso 1833) y éste
fue precisamente García Ramírez (destacado jurista pero también
prominente priista), y además aceptó las propuestas del PAN (María
Marván) y del PRD (Lorenzo Córdova).
En esa ocasión ni siquiera
guardaron las formas, se olvidaron de las disposiciones establecidas en
la Constitución y el Código Federal de Instituciones y Procedimientos
Electorales y el procedimiento claramente detallado en la Ley Orgánica
del Congreso de la Unión. Se brincaron la convocatoria pública, la
comparecencia ante una comisión de legisladores de todos los
participantes que cumplieran los requisitos y una supuesta calificación
de méritos. Dejaron de lado la simulación y el espectáculo que habían
montado en los procesos de febrero y agosto de 2008 para la designación
de los otros seis consejeros, incluyendo al consejero presidente.
Así
que la renuncia de García Ramírez y sus declaraciones simplemente son
la continuación de esa tarea de desmantelamiento de una representación.
Pero el procedimiento real va contra todos los principios y discursos
que dieron origen a la creación del IFE: Destruye la supuesta
ciudadanización del órgano de gobierno de la autoridad electoral; olvida
la “amplia consulta a la sociedad” y, por ende, la participación de
ésta en el proceso de designación de los consejeros, e ignora la
idoneidad de quienes ocupan los cargos.
Lo único que cuenta en la
lógica de los líderes de los partidos políticos es la lealtad de los
designados a sus señalamientos e indicaciones; y aunque con claras
diferencias según sus capacidades y compromisos, eso lo evidencian los
propios consejeros en las sesiones del Consejo General del IFE. Así
están los empleados de los partidos políticos que los propusieron, que
obedecen ciegamente las órdenes y están dispuestos a seguirlas hasta la
ignominia; y los que, por dignidad, se desmarcan cuando las posiciones
del partido que los propuso son aberrantes.
La identidad
partidista de García Ramírez y el trabajar en una materia que le era
ajena marcan su actuación como consejero y lo hacen titubeante, voluble e
inconsistente, a tal grado que manchan su indiscutible prestigio como
jurista. Su caso contrasta con el de varios de sus compañeros que
aprovecharon su cercanía con los dirigentes partidistas para llegar a
esa posición sin ningún mérito personal ni prestigio que cuidar.
Pero
más allá de las personas, el problema nuevamente es estructural. Los
partidos ven las designaciones de los integrantes de los órganos de
gobierno de las entidades autónomas simplemente como una oportunidad más
de colocar a sus incondicionales; son más puestos a repartir entre los
suyos y, por cierto, puestos con salarios muy jugosos.
En el caso
de los consejeros de Pemex el reparto fue abierto y descarado: Cada uno
de los partidos puso a su consejero y lo mismo sucede en casi todos los
órganos electorales de las entidades federativas. En el caso del
Distrito Federal, el jefe de Gobierno llegó al descaro de colocar a una
exempleada suya. Y los legisladores ya están ansiosos por repartirse las
posiciones de los comisionados del IFAI y de la Comisión
Anticorrupción. Más puestos y presupuesto para repartir, sin importar la
funcionalidad de las instituciones.
Antes de preocuparse por
llenar el hueco que deja García Ramírez, los legisladores deben ocuparse
de diseñar un procedimiento que acabe con las cuotas partidistas y
asegure la autonomía del órgano electoral. Las reformas constitucional y
legal de 2007 y 2008 únicamente se ocuparon de cambiar a los
integrantes del consejo, pero ignoraron la verdadera causa del problema.
Es
urgente atenderlo antes de que sepulte la ya muy deteriorada
credibilidad de la autoridad electoral y sus ondas expansivas alcancen a
órganos autónomos que todavía ni se crean.
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