Miguel Ángel Velázquez
Zambrano a la presidencia, Padierna a la secretaría general, o viceversa. Nada que hacer, sólo había que dilatar el tiempo para concluir el trazo y dar la apariencia de que en el Consejo Nacional del PRD la contienda había sido real, dura, verdaderamente competida. Puro maquillaje.
El viernes por la mañana se habría podido anunciar cuál era el destino de la farsa, pero dos propósitos marcaron la línea de tiempo. En primer lugar se acordó, lo sabe buena parte de los jefes tribales, que la votación –ejercicio inútil porque los acuerdos ya estaban planchados– se haría hasta el domingo por la tarde para restar fuerza, según dijeron, al anuncio que haría Andrés Manuel López Obrador, el mismo domingo por la mañana.
En segundo lugar se cerraría la puerta al jefe de Gobierno de la ciudad de México, Marcelo Ebrard, para impedir que dominara al partido con gente de su confianza en los órganos de dirección, y de esa manera hacerle saber que cualquier movimiento que pretenda estará condicionado a los acuerdos de interés que le imponga el chuchinero.
Para planchar el acuerdo se trazó una ruta que aprovecharía la muy previsible reacción de la mayoría de los medios de comunicación, que restarían importancia al nuevo proyecto alternativo de nación planteado por Andrés Manuel López Obrador en el Auditorio Nacional, y en su lugar se exhibiría la porqueriza en la que se desarrolló la elección
de partido que alguna vez fue la bandera electoral de las izquierdas del país.
No era necesario un complot, sólo se necesitaba aprovechar las inercias, recurrir a lo de siempre: el miedo que se tiene a un cambio real que disponga caminos más justos para el país. Era muy fácil echar a andar el cerco.
Por eso se levantó el teatro de las negociaciones difíciles, de las provocaciones, de los enfrentamientos, pero tras bambalinas, los payasos principales aseguraban: no pasa nada
.
Sabían que durante los anteriores 15 días, Marcelo Ebrard trató de romper el acuerdo que se veía venir.
Y no hubo suerte, o más bien dicho, chuchos y bejaranos tenían claro que el partido quedaría en sus manos y que sólo la alianza entre ellos podría hacer que nada cambiara. Por eso la mejor oferta que escuchó Ebrard de las dos corrientes hegemónicas fue que su candidato se sentara a la vera del ganador, marginado, pero como secretario general de partido. El jefe de Gobierno no aceptó, aunque entendía que para que su candidato llegara a la presidencia del PRD tendría que aliarse con cualquiera de las dos tribus, es decir, no había escape.
El viernes por la noche, en su domicilio, se reunió con su equipo. Ríos Piter, quien ya había aceptado su destino, compraba, un tanto cabizbajo, pero de prisa, las pizzas en un restaurante frente a la casa del jefe de Gobierno, tal vez para hacer menos amarga la velada. Todo estaba decidido.
Un importante empresario, cuentan los allegados a Jesús Ortega, le había pavimentado el piso al chuchinero, siete kilos a disposición, para que nadie se sienta ofendido. Las maniobras costaron más, pero con ese recurso se aliviaron, y con ahorros, los males de la preocupación de Nueva Izquierda. Las cosas estaban seguras, como dijimos, desde el jueves, asegura el rumor que, por cierto, prendió entre muchos de los militantes serios que entendieron, por fin, que contra eso, los siete kilos, nada era posible.
Discursos aparte, chuchos y bejaranos, azules y amarillos, celebraron su alianza, como la que se quiere para el estado de México, que se dice está aún a discusión, aunque hay quienes aseguran que eso, la postura frente a la alianza mexiquense, es parte del acuerdo, por el que Dolores está en la secretaría general y René Bejarano de regreso al feudo del cacicazgo chucho. Allá ellos, la gente ya milita con otra bandera.
De pasadita
En las recientes encuestas encargadas por Ebrad, se detectaron focos rojos en la delegación Cuauhtémoc. Si hoy fueran las elecciones el PRI arrasaría en esa demarcación gracias al trabajo más que fallido del delegado Agustín Torres, a quien impuso René Bejarano. Por cierto, hoy se reunen, según nos dijeron, Padierna, Ebrard y Zambrano, ¿para qué?
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