LA AUSENTE
por Rosario Ibarra
26 de marzo de 2009
En mi mesa de trabajo se van apilando día a día cartas y solicitudes que deslían dolor, angustia, desesperación... Llegan de todo el país con su carga de tristeza, porque las dicta alguna injusticia sufrida por quienes las escriben... Asesinatos, desapariciones, tortura, encarcelamientos, persecución, violaciones, amenazas, que siembran miedo y zozobra en sus hogares.
Cuanto dicen me llega hasta lo más profundo del alma porque lo he vivido y lo he visto en muchos hogares durante más de seis lustros; porque he vivido más de 30 años con el dolor y la rabia trenzados en medio del pecho y con los ojos cansados de ver la repetición sin fin de desmanes y de tropelías, de atropellos y de burla. Como nuevos jinetes del Apocalipsis, cabalgan por este pobre suelo que llamamos patria la corrupción, la impunidad y la simulación, y a su paso van arrancando al pueblo pobre un coro de alaridos de dolor y de impotencia.
A los gobiernos de cuando menos hace ya más de cuatro décadas a nuestros días no ha parecido preocuparles ni el sufrimiento ni la justa ira del pueblo. El actual, distante y ensoberbecido, en una decisión anticonstitucional sacó a los soldados de sus cuarteles y a la larga, con el campo devastado, con el éxodo de pobres hacia el norte, con el incontenible desempleo, con el crecimiento de la miseria y el hambre, hay quienes piensan, y así lo dicen, que acabarán enfrentándose pueblo miserable y pueblo uniformado (espero que se equivoquen)...
Volviendo a las cartas, hay que agregar que a todas se les da respuesta y se envía al remitente copia del reclamo que a su nombre se hizo ante las autoridades responsables de investigar y castigar los ilícitos cometidos en su contra... pero... pero... terminamos por caer en la desesperación más terrible que se pueda imaginar, porque ni siquiera se vislumbra la intención de dar una respuesta favorable.
También en mi modesto escritorio hay otro grupo de cartas: las que llegan de fuera del país, de lugares lejanos en donde algunos de sus habitantes, interesados en la defensa de los derechos humanos, me hacen saber su preocupación por los hechos violentos que saben que se dan en México Al azar tomo una que resulta relativamente reciente, pues llegó el 2 de febrero, en la que me transmiten su preocupación por los casos de San Salvador Atenco que se van volviendo añejos, como los del 16 de julio de 2007, la tortura sufrida por Emeterio Cruz, Raymundo Torres, Jorge Luis Martínez y Eliel González en Oaxaca. Y en Oaxaca también, los asesinatos de José Jiménez Colmenares y Brad Will.
En el mismo estado, las muertes, que se cuentan ya por centenas, de los triquis desde hace más de 10 años, sin que persona alguna haya sido juzgada y castigada por ellas. Los asesinatos de Felícitas Martínez y Teresa Bautista, triquis también, asesinadas por ser las locutoras de la emisora indígena comunitaria La voz que rompe el silencio. El doble crimen continúa impune.
Todo lo anterior llegó por carta o se conoció por los medios de comunicación, pero lo más terrible, lo más doloroso, lo escuché en relatos directos de los familiares y amigos de las víctimas. Un joven que vio morir a su primo y una joven a su hermano, “¡en una fiesta infantil! en la que todavía ni quebraban la piñata”. En ese lugar —dijo el joven— “un encapuchado le disparó a mi primo”. En un lugar distante, “un militar mató a mi primo —dijo otro—, pero qué casualidad, que a los dos meses encontraron los dos cuerpos juntos en una narcofosa”, y se preguntaron los primos de los primos asesinados: “¿El encapuchado era militar también... o qué eran los dos asesinos?”.
Aparte, la joven llorosa decía cómo a su hermano lo mataron en la fatídica fiesta infantil y lloraba también por el crimen espantoso “de una amiguita de 14 años”, cuyo cuerpo se encontró en una calle céntrica de Ciudad Juárez, apuñalada y “estrangulada con un alambre de púas”.
Pido disculpas a los lectores por este espeluznante relato; he sufrido al escribirlo como sufrí al escucharlo, pero es necesario que se conozca y que reunamos nuestros esfuerzos para frenar el galope de la corrupción, la impunidad y la simulación, y para exigir la presencia de la justicia, de la cual desde hace mucho en este país sólo sabemos que es la ausente.
por Rosario Ibarra
26 de marzo de 2009
En mi mesa de trabajo se van apilando día a día cartas y solicitudes que deslían dolor, angustia, desesperación... Llegan de todo el país con su carga de tristeza, porque las dicta alguna injusticia sufrida por quienes las escriben... Asesinatos, desapariciones, tortura, encarcelamientos, persecución, violaciones, amenazas, que siembran miedo y zozobra en sus hogares.
Cuanto dicen me llega hasta lo más profundo del alma porque lo he vivido y lo he visto en muchos hogares durante más de seis lustros; porque he vivido más de 30 años con el dolor y la rabia trenzados en medio del pecho y con los ojos cansados de ver la repetición sin fin de desmanes y de tropelías, de atropellos y de burla. Como nuevos jinetes del Apocalipsis, cabalgan por este pobre suelo que llamamos patria la corrupción, la impunidad y la simulación, y a su paso van arrancando al pueblo pobre un coro de alaridos de dolor y de impotencia.
A los gobiernos de cuando menos hace ya más de cuatro décadas a nuestros días no ha parecido preocuparles ni el sufrimiento ni la justa ira del pueblo. El actual, distante y ensoberbecido, en una decisión anticonstitucional sacó a los soldados de sus cuarteles y a la larga, con el campo devastado, con el éxodo de pobres hacia el norte, con el incontenible desempleo, con el crecimiento de la miseria y el hambre, hay quienes piensan, y así lo dicen, que acabarán enfrentándose pueblo miserable y pueblo uniformado (espero que se equivoquen)...
Volviendo a las cartas, hay que agregar que a todas se les da respuesta y se envía al remitente copia del reclamo que a su nombre se hizo ante las autoridades responsables de investigar y castigar los ilícitos cometidos en su contra... pero... pero... terminamos por caer en la desesperación más terrible que se pueda imaginar, porque ni siquiera se vislumbra la intención de dar una respuesta favorable.
También en mi modesto escritorio hay otro grupo de cartas: las que llegan de fuera del país, de lugares lejanos en donde algunos de sus habitantes, interesados en la defensa de los derechos humanos, me hacen saber su preocupación por los hechos violentos que saben que se dan en México Al azar tomo una que resulta relativamente reciente, pues llegó el 2 de febrero, en la que me transmiten su preocupación por los casos de San Salvador Atenco que se van volviendo añejos, como los del 16 de julio de 2007, la tortura sufrida por Emeterio Cruz, Raymundo Torres, Jorge Luis Martínez y Eliel González en Oaxaca. Y en Oaxaca también, los asesinatos de José Jiménez Colmenares y Brad Will.
En el mismo estado, las muertes, que se cuentan ya por centenas, de los triquis desde hace más de 10 años, sin que persona alguna haya sido juzgada y castigada por ellas. Los asesinatos de Felícitas Martínez y Teresa Bautista, triquis también, asesinadas por ser las locutoras de la emisora indígena comunitaria La voz que rompe el silencio. El doble crimen continúa impune.
Todo lo anterior llegó por carta o se conoció por los medios de comunicación, pero lo más terrible, lo más doloroso, lo escuché en relatos directos de los familiares y amigos de las víctimas. Un joven que vio morir a su primo y una joven a su hermano, “¡en una fiesta infantil! en la que todavía ni quebraban la piñata”. En ese lugar —dijo el joven— “un encapuchado le disparó a mi primo”. En un lugar distante, “un militar mató a mi primo —dijo otro—, pero qué casualidad, que a los dos meses encontraron los dos cuerpos juntos en una narcofosa”, y se preguntaron los primos de los primos asesinados: “¿El encapuchado era militar también... o qué eran los dos asesinos?”.
Aparte, la joven llorosa decía cómo a su hermano lo mataron en la fatídica fiesta infantil y lloraba también por el crimen espantoso “de una amiguita de 14 años”, cuyo cuerpo se encontró en una calle céntrica de Ciudad Juárez, apuñalada y “estrangulada con un alambre de púas”.
Pido disculpas a los lectores por este espeluznante relato; he sufrido al escribirlo como sufrí al escucharlo, pero es necesario que se conozca y que reunamos nuestros esfuerzos para frenar el galope de la corrupción, la impunidad y la simulación, y para exigir la presencia de la justicia, de la cual desde hace mucho en este país sólo sabemos que es la ausente.
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