La Jornada
Gobierno delictivo
Pedro Miguel
Las tres marchas que el pasado 20 de noviembre convergieron en el Zócalo capitalino no fueron la columna vertebral, pero sí el epicentro de las protestas nacionales e internacionales para protestar por la barbarie perpetrada hace dos meses en Iguala contra los normalistas de Ayotzinapa, por la pésima manera en la que el gobierno de Enrique Peña Nieto ha manejado el asunto y en demanda de la localización de los 43 muchachos aún desaparecidos. Las manifestaciones se desarrollaron a la altura: fueron masivas; fueron conmovedoras, comunicativas e impactantes para quienes las presenciaron; presentaron de manera ejemplar el dolor y la rabia por los agraviados pero también hicieron gala de creatividad y de imaginación. Y fueron pacíficas.
Se cumplió así un ritual delictivo organizado desde el poder público que tuvo su función inaugural el 1º de diciembre de 2012 y que se ha repetido en forma regular desde entonces. Suman centenas los ciudadanos que han sido víctimas de las golpizas, los secuestros disfrazados de detención –al rescate en estos casos se le llama fianza–, la construcción de testimonios policiales incriminadores y la prevaricación de jueces que emiten sentencias al gusto de las autoridades. La simulación de legalidad encubre una tarea sistemática de intimidación de la protesta ciudadana y las capturas y consignaciones no son producto de errores ni de falta de preparación de las corporaciones policiales (si así fuera ya hubo tiempo más que suficiente para corregir); por el contrario, los gobiernos federal y local han venido emitiendo el mensaje inequívoco de que no se debe participar en movilizaciones públicas y legales so pena de arriesgarse a ser detenido, lesionado, vejado y convertido en reo de algún delito inexistente. A menos, claro, que se participe en condición de agresor embozado.
Con una evidente diferencia de grados y niveles la agresión policial contra ciudadanos que tuvo lugar en Iguala se replica en la ciudad capital y tanto Peña como Mancera empiezan a parecerse el uno al otro y ambos, a José Luis Abarca, el ex munícipe ahora preso que, según la versión oficial, ordenó la atrocidad.
En la jornada del 20 de noviembre se hizo visible la enorme energía social nacida de la exasperación ante la persistente conducta delictiva de las autoridades, pero también la condición incurable y progresiva de un régimen despótico y extraviado que hoy, le pese a quien le pese (como debió haber dicho Rodríguez Almeida en lugar del lapsus autogratificante le guste a quien le guste), ha terminado por contagiar al gobierno del Distrito Federal. Pero, tanto si pretendían arrastrar al grueso de los manifestantes a la violencia como si querían escarmentarlos y disuadirlos de que sigan ejerciendo sus derechos políticos, los gobernantes fracasaron: además de los seis asesinados y los 43 desaparecidos de Ayotzinapa, hoy hay otras 11 víctimas de la violencia oficial y otras tantas causas de indignación; la acción de los violentos que sabiéndolo o no colaboran con la represión ha quedado abrumadoramente deslegitimada y las emboscadas policiales ya no producen miedo, sino rabia, a una ciudadanía que sigue queriendo vivos a los 43 que le faltan y libres a los 11 inocentes a los que la alquimia policiaco judicial ha transformado en culpables.
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