Los empresarios y el Estado
Arnaldo Córdova
Que los hombres de
empresa hagan negocios con el sector público de la economía es un hecho
universal, prácticamente desde los orígenes del capitalismo. En un
principio, solían abrirle crédito a los gobiernos y prestarles dinero.
Posteriormente, cuando el propio capitalismo cobró fuerza y se
desarrollaron la industria y el comercio, se ocupaban de prestar
servicios diversos a los Estados o les proveían de bienes necesarios
para atender las necesidades de la sociedad o se encargaban de alguna
obra que al Estado mismo le resultaba más ventajoso encomendar a otros,
igualmente, para servicio de las poblaciones.
Antes operaban contratos individuales que eran, estrictamente, por obra determinada o de prestación de servicios. Ahora se tratará de verdaderos convenios de asociación en los que no se contempla una presencia compartida de las dos partes (el Estado y los privados), sino de una virtual sustitución del Estado por los privados que se encargarán de la obra o del servicio. El Estado renuncia a las ventajas que le dan las licitaciones, pues de modo arbitrario y sin verificar que le darán los mejores precios o se le garantizará la mejor calidad, los funcionarios que estarán a cargo de estos procesos decidirán, sin más, a quien se le otorgan. Como lo señaló el senador Pablo Gómez, estamos ante un intento legislativo de legalizar la corrupción y de convertir al Estado en un instrumento de promoción de los intereses privados.
Por supuesto que este tipo de concesiones a los privados supera con mucho la entidad de lo que se otorgaba a los empresarios mediante contratos por obra o de servicios, porque, generalmente, se trataba de obras o servicios singulares y por una vez en el tiempo. Ahora se tratará de una operación de la obra o del servicio que puede ir hasta los cuarenta años, en sustitución total del Estado cuyo papel quedará reducido, de esa manera, a sólo otorgar los contratos. Lo peor de todo es que quien correrá con la responsabilidad de su financiamiento y también con los riesgos en caso de un fracaso como suele ocurrir no serán los privados, cuya inversión se busca y se cacarea, sino el propio Estado que creará fideicomisos para el efecto a fin de asegurar dicho financiamiento, con recursos públicos y con la garantía del Estado.
Como se señaló en su momento, cuando se debatió primero la iniciativa en el Senado, hubo varios priístas que no estuvieron de acuerdo con ella y así lo manifestaron, en especial, el senador Francisco Labastida, quien señaló los peligros que para el desarrollo del sector público implicaba dejar su obra y sus servicios en manos de privados, pues éstos acabarían adueñándose de la riqueza pública y pervirtiendo la vocación de servicio a la sociedad que la anima y la informa. Eso no fue obstáculo para que los priístas votaran la iniciativa con apenas unas cuantas y superficiales enmiendas. Ahora, como pudo verse, en la Cámara de Diputados fueron los priístas más reaccionarios los que se encargaron de cuidar la aprobación de la propuesta y, según ellos, de mejorarla para hacerla más abierta al beneficio indiscriminado y al saqueo del erario público por particulares.
Algo que ya veíamos desde hace tiempo, a contrapelo de la opinión de connotados juristas y, en particular, de especialistas en derecho económico, vale decir, una intolerable mescolanza de ordenamientos jurídicos que chocan entre sí por sus regulaciones diversas y encontradas que harán el paraíso de litigantes inescrupulosos y felones que aprovecharán las contradicciones del orden jurídico y su endeblez técnica y legislativa. No es, de ninguna manera, un tema menor ni secundario. Pero en un régimen como el que nos gobierna, acostumbrado a vivir sin ley y, más bien, decidido a violar cualquier instrumento jurídico para solapar y encubrir los intereses a los que se debe, eso no nos puede sorprender ya.
Quienes sean favorecidos por la asignación de un contrato normado o inspirado por la nueva legislación, podrán estar seguros de que sus ganancias estarán garantizadas, sin ningún beneficio para el Estado ni, sobre todo, para el erario público, y de que, en caso de que él mismo, por inepto, por corrupto o por ladrón eche a perder la obra o el servicio ya no quedará obligado a reparar el daño (como es el caso de cualquier contrato por obra o de servicio), pues de ello se encargará el Estado, en el que, además, en tratándose del funcionario que haya autorizado y asignado el contrato, ni siquiera a él se le podrán fincar responsabilidades. Se pasará la cuenta a la oficina que maneje los dineros públicos y el daño se reparará con cargo a todos los contribuyentes.
Si, como se ha podido observar, en las condiciones de la legislación que hasta ahora ha regulado la prestación de servicios o la realización de obra pública por parte de los privados, las corruptelas y los fraudes al por mayor han sido noticia casi diaria, podrá imaginarse lo que ocurrirá con la entrada en vigencia de la nueva legislación sobre ese tipo de asociaciones, que permitirá asignar contratos sin licitación ni castigo para los infractores o los ladrones (empresarios o funcionarios) y la reparación, siempre que ésta sea efectiva, de los daños que los malos manejos de los contratos y del dinero del Estado (dinero de todos, deberá recordarse siempre) causen al patrimonio nacional.
Recordar los argumentos de los defensores de la iniciativa da grima y vergüenza. Ninguno de los impugnadores sostuvo jamás que no se necesitaba la colaboración de los privados con el Estado ni defendieron los contratos hasta ahora existentes. Simplemente pusieron el dedo en la llaga de la corrupción y del saqueo del Estado que ahora no tendrá freno ni medida. Ya lo veremos.
NB. Nos encontraremos aquí de nuevo en unas semanas.
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