JULIO SCHERER IBARRA
La cauda de víctimas de la guerra de Felipe Calderón contra el crimen organizado arrastra innegables responsabilidades. La decisión unilateral de iniciar una espiral de violencia tiene consecuencias para quien la tomó y para quienes la ejecutaron. En el ordenamiento jurídico nacional están claramente identificadas las de carácter administrativo, civil y penal. Esta es, en resumen, la tesis que expone Julio Scherer Ibarra en su libro de reciente aparición El dolor de los inocentes (Grijalbo, 2011), obra de la que –con autorización del autor y de la editorial– se reproducen aquí fragmentos de la Introducción y del Capítulo 4: “Las responsabilidades”.
Los inocentes (sobre todo las madres, las embarazadas y los niños) ya hacen sentir su presencia en el trasfondo de la guerra iniciada por Felipe Calderón hace cuatro años y medio. A decir de algunos, murieron a consecuencia del azar; pero ocurre que el azar es un presente cargado de historia. Ciertamente no fueron casuales la presencia de las Fuerzas Armadas de México en la batida contra el crimen organizado ni la respuesta de los delincuentes a la movilización en su contra. Las personas que han muerto o desaparecido desde el comienzo del conflicto son la cifra incierta de una guerra que ha traído zozobra e incertidumbre al país.
Hoy nadie es capaz de predecir si la guerra se prolongará en el fragor de la refriega terrible o si se apaciguará, poco a poco o de manera súbita. Este libro, en su simple descripción de los hechos, lleva, sin embargo, a una conclusión: la de que tarde o temprano, antes o después, la voz acusadora de los muertos del “azar” y los desaparecidos que no reaparecen habrá de resonar en la República con el clamor de que se haga justicia y se actúe contra los responsables de su tragedia.
Los antecedentes los conocemos todos: después de los comicios del año 2006 y la llamada “guerra sucia” que los caracterizó, plagada de abusos y francos desacatos a las leyes electorales,1 Felipe Calderón Hinojosa se lanzó contra el crimen organizado y, especialmente, contra el narcotráfico. En esta guerra vio la oportunidad de acreditarse como un patriota que, desde la Presidencia de la República, velaría como nadie por la seguridad del país. Comandante supremo de las Fuerzas Armadas, recurrió al Ejército y la Marina para luchar contra los cárteles de la droga.
Sin embargo, el tiempo demostraría que el presidente, al comenzar su mandato, no tenía noción del conflicto descomunal que desataría en la República. De los cárteles nada sabía; del narcotráfico enquistado en las altas y bajas esferas del país tampoco tenía noticia. Pronto ofrecería el espectáculo lamentable del hombre que camina entre la bruma y regiría su actuación como gobernante en principios distantes de la descarnada política. En los hechos, afirmaría que la violencia se combate con la violencia y que a la postre habría de ganar el más fuerte, en este caso el Estado.
Las consecuencias que siguieron a esta conducta pública implican una alta responsabilidad por parte de la cabeza del Ejecutivo. Si el Estado es el titular exclusivo y legítimo de la fuerza, es inevitable, como corolario, que el uso de la desmesurada capacidad bélica de la autoridad debe contemplarse con prudencia. El recurso de las Fuerzas Armadas, el gran aval del gobierno, subraya el fracaso de una política capaz de ofrecer los niveles mínimos de seguridad y bienestar a los que el pueblo tiene cabal derecho. El Estado, sin más, apostó a su mejor carta y así, automáticamente, devaluó el resto de la baraja.
Si bien es formalmente legítima, la utilización de la fuerza pública puede convertirse, en los hechos, en otra forma extrema de violencia. El poder no debe ir más allá de los parámetros éticos y jurídicos que distinguen a un Estado de derecho, de suerte que violentar o menospreciar estos límites daría origen a un quiebre paulatino de las instituciones, fundamento real y visible del Estado de derecho.
La condena
(…)
Felipe Calderón hizo valer su cargo eminente y tomó decisiones sin sustento legal. A la vuelta de su historia, escucha ya los más serios cuestionamientos acerca de su quehacer. ¿Cuál es su responsabilidad?
Para establecerla, debemos examinar distintas clases de responsabilidad. La responsabilidad política, en primer lugar, “es aquella que tienen los funcionarios federales cuando con su conducta violen los intereses públicos fundamentales y su buen despacho, y también la que tienen los funcionarios estatales cuando con su conducta incurran en violación a las leyes federales y a las leyes que de ellas emanen, o por el manejo indebido de fondos o recursos federales”.2
Las responsabilidades jurídicas, por su parte, pueden ser administrativas, civiles y penales. Por lo que respecta a las responsabilidades de los servidores públicos, la jurisprudencia de nuestro país establece lo siguiente:
De acuerdo con lo dispuesto por los artículos 108 y 114 de la Constitución Federal, el sistema de responsabilidades de los servidores públicos se conforma por cuatro vertientes: a) la responsabilidad política para ciertas categorías de servidores públicos de alto rango, por la comisión de actos u omisiones que redunden en perjuicio de los intereses públicos fundamentales o de su buen despacho; b) la responsabilidad penal para los servidores públicos que incurran en delito; c) la responsabilidad administrativa para los que falten a la legalidad, honradez, lealtad, imparcialidad y eficiencia en la función pública, y d) la responsabilidad civil para los servidores públicos que con su actuación ilícita causen daños patrimoniales. Por lo demás, el sistema descansa en un principio de autonomía, conforme al cual para cada tipo de responsabilidad se instituyen órganos, procedimientos, supuestos y sanciones propias aunque algunas de éstas coincidan desde el punto de vista material, como ocurre tratándose de las sanciones económicas aplicables tanto a la responsabilidad política, a la administrativa o penal, así como la inhabilitación prevista para las dos primeras, de modo que un servidor público puede ser sujeto de varias responsabilidades y, por lo mismo, susceptible de ser sancionado en diferentes vías y con distintas sanciones.3
Han sido múltiples las consecuencias derivadas de la guerra, más allá de la flagrante violación cometida en su origen. Entre esas consecuencias destacó la forma como se hicieron llegar a las Fuerzas Armadas caudales inmensos. El asunto es particularmente grave para una sociedad con las enormes carencias de nuestra cartera, insuficiente para atender los rezagos seculares que padecemos. Paralelamente a tales cuestiones habría que esclarecer el soporte legal con el que actuó Calderón y precisar el uso que las Fuerzas Armadas dieron a la riqueza confiada a sus manos. Todos deberíamos saber de qué manera y conforme a qué criterios fueron utilizados los recursos públicos para emprender y sostener durante tan largo tiempo la guerra sin el cabal sentido de la coherencia.
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