Marcos Chávez
Hay un lejano olor a muerto en todo el aire.
Alguien se muere aquí,
muy cerca.
Grande y dorado, amigos, es el odio.
Todo (…) viene del odio.
El tiempo es odio.
Eduardo Lizarde, El tigre en la casa
Más allá de las pasiones partidarias inmediatas que obnubilan el
horizonte, es más que evidente que las elecciones no transitan por los patios
interiores de la democracia añorada por las mayorías. Esta situación se
convirtió en uno de los factores que activaron la larvada rebeldía
estudiantil y de otros sectores de la población en contra del poder
político-oligárquico-mediático, el principal obstáculo a esa forma de
gobierno y que impuso una aristocrática (el gobierno de una minoría para
ella misma), debido a su grosera manipulación del proceso y su
intención por convertir en presidente a Enrique Peña Nieto por encima de
la voluntad popular, en beneficio de sus propios intereses. Y con el
objeto de mantener sin cambios la naturaleza autoritaria del sistema
mexicano y radicalizar aún más su proyecto económico neoliberal,
socialmente excluyente y genéticamente responsable de la pobreza,
la miseria y la violencia delincuencial que agobia al país, y que
justificaría la permanencia del anticonstitucional estado
policiaco-militar y su terrorismo que trasciende hacia los grupos
opositores y la sociedad.
Ni siquiera en el estrecho ámbito electoral del sistema político se
cumplen las reglas ficticias de la democracia formal, indirecta o
representativa, donde las decisiones se toman de manera jerárquica ante
la pasividad social. No es una contienda basada en la igualdad de
condiciones, la pluralidad, la tolerancia, el transparente
financiamiento de las campañas, el respeto a la legalidad o la
neutralidad de las autoridades. Es una parodia que transcurre por el
conocido y sórdido lodazal del antiguo régimen despótico
priísta-panista, convertido en una pocilga, plagado de obstáculos
ilegales en contra del candidato progresista. Pletórico de recovecos
tenebrosos, desde donde acechan y actúan impunemente, entre las sombras y
a plena luz del día, los grupos de poder en beneficio de sus
candidatos, sobre todo de Enrique Peña Nieto. Porque el hedor del cadáver político de Josefina Vázquez Mota es particularmente insoportable entre los despojos de la ultraderecha panista, falanges
cristeras que se ahogaron en su desprestigio teocrático. En su obsceno
espectáculo de conculcación del estado de derecho, de corrupción,
pillaje del erario y los recursos nacionales. Los ultramontanos
usaron el espantajo de su dios religioso como coartada para someter al
Estado a su voracidad terrenal y la del dios-capital. Entre la sangre de
miles de muertos, víctimas de la higiénica solución final
impuesta a sangre, fuego y desapariciones por Felipe Calderón, el rencor
social generado entre los escarnecidos y los sociopolíticamente
excluidos.
Emilio Azcárraga y Ricardo Salinas Pliego, cabezas visibles de la facción oligárquica peñanietista,
son los arquetipos de la transgresión electoral, lo que explica y
justifica la protesta estudiantil en contra de Televisa y Tv Azteca y
sus expertos en manipular la información. Felipe Calderón pisotea la
ley: esa “acotación ridícula [que impide] al presidente a participar en
las campañas”, dice Juan I Zavala, cuñado suyo y vocero de Josefina
Vázquez. Delincuente electoral. Felipe Calderón siempre ha pisoteado
otra “acotación ridícula” llamada Carta Magna que le impide gobernar a
sus anchas, como sátrapa. Y nunca ha pasado nada. No porque sea un agraciado divino,
sino porque esa “acotación ridícula” restringe la posibilidad de
destituirlo y enjuiciarlo. Los poderes Legislativo y Judicial no se
atreven a corregir la ridícula potestad omnímoda constitucional del
Ejecutivo. Las autoridades electorales sólo balbucean ridículamente.
La fiesta de la democracia se convirtió en una guerra de detritos,
liderada por Josefina Vázquez-Partido Acción Nacional (PAN), Enrique
Peña-Partido Revolucionario Institucional (PRI) y sus apasionados
“socios”, en contra de Andrés Manuel López Obrador; la divisa es impedir
su triunfo. La sombra del golpismo
oligárquico-salinista-calderonista acecha. Con la pasiva y solapada
complicidad de la autoridad electoral, hasta capacitadoras electorales
han sido descubiertas en el reparto de propaganda priísta.
Sólo la movilización social decidida, organizada, con objetivos
claros, podría abortar la nueva tentación golpista. En caso de un nuevo
fraude, tiene que tener la osadía de dar el paso hacia delante que en
1988 y 2006 no quisieron dar Cuauhtémoc Cárdenas ni Andrés Manuel bajo
el controvertido argumento de que el sistema pudo haber sometido al país
a un baño de sangre. No cuestiono sus decisiones. Su responsabilidad
como líderes, los elementos de juicio que disponían en su momento, su
conocimiento de las entrañas del monstruo –Pinochet, admirado por
Vázquez Mota, no dudó en aplastar al pueblo; los priístas no han dudado
en reprimir y el PAN tampoco– o la espontaneidad de las movilizaciones
que encabezaban los orilló a replegarse y desactivar el descontento para
evitar ese riesgo. ¿Ahora se estará preparado para atajar otro posible
golpe de Estado “técnico”?
El proceso electoral sintetiza el nivel de degradación política del
régimen autoritario panista-priísta y del sistema de partidos, de su
crisis de legitimidad, credibilidad y representatividad.
Por “razones de Estado”, las elites nunca han dudado en violar su
“democracia electoral”. Sobran ejemplos para ilustrarlo. Recién lo
hicieron en Grecia y en Italia, donde impusieron sus administradores de
facto, al margen de los votantes. La elite mexicana nunca ha subvertido
la “democracia formal” capitalista porque ésta no existe. Sólo aspiran a
conservar su despotismo neoliberal.
El “capitalismo es enemigo de la democracia”, dice la canadiense
Ellen Meiksins: “la democracia liberal deja intacta a toda la esfera
nueva de dominio y coerción creada por el capitalismo, su reasignación
de poderes sustanciales del Estado a la propiedad privada y a las
compulsiones del mercado. Deja intactas amplias áreas de nuestra vida
[que son dominadas] por los poderes de la propiedad, las ‘leyes’ del
mercado, los imperativos de la maximización de utilidades. En la
‘democracia formal’ la riqueza y el poder se traducen en la desigualdad
flagrante del acceso al poder. No [se] busca controlar las nuevas
esferas de poder [del ’mercado libre’] sino liberarlas. La democracia se
identifica con el libre mercado”. Bajo esa lógica liberal: “¿Pinochet
[el criminal golpista líder del ’mercado libre’] era más ’democrático’
que Salvador Allende, elegido libremente?” (Democracia contra capitalismo).
John Holloway agrega: “capitalismo y humanidad son incompatibles,
irreconciliables; la humanidad es una lucha contra el capitalismo”.
El voto en México no ha parido la “democracia formal”. El sistema
electoral impide el uso de otros mecanismos de participación social,
mantiene intocado el autoritarismo y limita la participación de nuevos
actores. Teníamos tres opciones, pero Josefina Vázquez Mota, estridente,
pendenciera, locuaz, mentirosa y calumniadora se extravió en su
mediocridad. Se hundió en sus deyecciones cargando el fardo
calderonista. La decisión de quienes votarán se facilitó.
Toman la cicuta que ofrece la derecha a través de Enrique
Peña y Josefina Vázquez: las (contra) reformas estructurales
neoliberales faltantes, la demolición de los derechos laborales que aún
subsisten para legalizar a los trabajadores como esclavos “modernos”, la
mayor reprivatización petrolera y eléctrica, la destrucción y
reprivatización de la salud con la “universalización” del seguro
“popular” y de otros servicios sociales públicos como la educación, el
impuesto al valor agregado a alimentos y medicinas, la permanencia del
terrorismo de Estado…
O apura el trago amargo de Andrés Manuel y traga los sapos que le acompañan, los chuchos y ralea parecida, proclives a la traición, que llegarán al Congreso con su empuje y sus concesiones incluyentes.
Peña Nieto encarna la continuidad del despotismo político priísta y
del salvaje neoliberalismo priísta-panista impuesto desde 1983,
antisocial, excluyente, depredador, antinacional, responsable de los
graves problemas del país. Su triunfo sólo acelerará la violencia
delincuencial y el descontento social que hará cruento el cambio.
Andrés Manuel encarna la moderación del ímpetu neoliberal con la
intervención estatal en el desarrollo y mejor atención social (empleo y
gasto de bienestar) y mayores libertades políticas.
El cambio económico radical y la democracia participativa o directa quedarán para la posteridad.
En su disputa con la derecha por el saturado pantano del “centro”
político (a todos les gusta la inodora ambigüedad del “centrismo”), en
su esfuerzo por tranquilizar a las buenas almas burguesas y
conservadoras y ganarse sus votos, López Obrador se obsesionó con la
moderación. Acható el alcance de sus propuestas. Su gabinete
propuesto garantiza la ausencia de experimentos antineoliberales. Si
gana, la derecha del Congreso y fuera de él (con sus armas de la
desestabilización) será el valladar del neoliberalismo y los intereses
internos y externos creados a su alrededor. Será un gobierno “dividido”,
débil, asediado por las facciones adversarias, aunque administre para
todos y sea tolerante como reza la teoría política de un mandato
democrático.
Parte de sus antiguos adversarios han sido convencidos. El resto es pétreo
y le han dejado en claro que, como dijo una francesa en 1837, testigo
de la consolidación política y económica de la burguesía local: “jamás
podrán reunirse, jamás podrán vivir juntos, porque hay una cosa
imposible de vencer, que es el asco” de clase. La clasista repulsión
burguesa acompaña y justifica la fobia del contacto directo.
Sus concesiones me recuerdan las palabras de Melchor Ocampo (1842):
“Yo veo en esta transacción [con los conservadores] lo que nos quitan,
pero no lo que cedan […] que sacrifiquen sus fueros y privilegios. En
toda transacción si se sacrifica una parte es para asegurar el resto.
Nosotros somos los que ceden y la parte que se nos deja, nadie asegura
que nos sería conservada”.
El movimiento estudiantil contribuyó a derrumbar la farsa sistémica
de un Peña Nieto invencible, lo que explica su linchamiento por parte
del régimen, y la guerra sucia (“ilegal, porque va en contra de lo
establecido en las leyes o también porque se retuerce el sentido
de las leyes para acosar al adversario”, señala el politólogo Arnaldo
Córdova en contra de Andrés Manuel). Ricardo Alemán dice que “es más
evidente [¿para quién?] que detrás del movimiento existe una
organización político-electoral”, que “es un movimiento con dinero
ilimitado y protección de gobiernos, modelo chileno exportado a México”,
y se pregunta: “¿quién [los] financia, organiza y da protección?”.
Nunca ofrece pruebas que respalden sus sandeces.
“En estas hojas,/que escupo hasta secarme, arrojo/todo el odio que tengo./Si estas líneas/fueran gotas,/serían de orines…”, escribió el poeta Eduardo Lizalde.
Aun con su moderación, el triunfo de López Obrador tendría dos
tipos de implicaciones que seducen a quienes votarán por él y que
inquietan a los grupos de poder.
Una es que brindaría “una tregua al miedo y al terror de la
‘guerra’ de Calderón”, como escribió Carlos Fazio: “una opción para
alcanzar una paz política”. Su lucha contra la inseguridad inhibiría la
impunidad de los aparatos represivos del Estado e impediría el
terrorismo de Estado en contra de los movimientos sociales. Ofrecería
una mayor tolerancia política, más espacios democráticos, el apego a las
leyes, el avance hacia el estado de derecho y la justicia social, el
acotamiento a la arbitrariedad, la corrupción, la depredación y el
pillaje del erario y de las riquezas nacionales. Una mayor intervención
del Estado ampliaría las posibilidades de la recuperación del
crecimiento, el empleo formal, los salarios reales, el gasto social. Un
desarrollo más autónomo y digno.
“En su esencia finalista”, estimularía la “búsqueda del ‘cambio
verdadero’ [que] desafía al orden establecido”, dice Fazio. Reforzaría a
los movimientos sociales que no aspiran a la reconciliación de las
rebeldías con la reproducción del capital, sino que pretende profundizar
las grietas del sistema, su derrumbe y su sustitución por un
orden postcapitalista, con la democracia directa o participativa: “este
auge se puede ver como una confluencia explosiva de muchas grietas, de muchas dignidades”, dice Holloway. Ése es el sentido subversivo trascendente.
Y continúa: “el movimiento social y electoral que encabeza Andrés Manuel López Obrador en México no propone agrietar el
capitalismo, pero sí buscar justicia social, freno a la violencia,
educación, dignidad. La ’redistribución’ [del ingreso] sólo se puede
lograr dentro de los límites fijados por la necesidad de promover la
reproducción del capital, y no detiene en nada la agresión que está
destruyendo el mundo. Lo que está en juego es más grande que la
redistribución de ingresos: el futuro de la humanidad”, que se juega a escala mundial.
*Economista
[TEXTO PARA TWITTER: Obrador no busca, en absoluto, agrietar el capitalismo. Sí, redistribución del ingreso: Marcos Chávez]
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