Desaparecidos, desterrados, renegados
Para Javier Sicilia, con solidaridad fraterna.
Ya se sabe que la guerra calderonista contra el narco llega a 38 mil muertos de unos y otros —9 mil de ellos sin identificar— y que, como van las cosas, alcanzará los 50 mil al terminar su gobierno; tantos como los muertos estadounidenses en Vietnam. Una cifra terrible si se reconoce la obviedad de que se trata de pérdidas irreparables e irremplazables. Hay, sin embargo, otras consecuencias que no tienen la etiqueta negra de mortales, pero que son igualmente estremecedoras. Y es que, también a causa de esta guerra irracional, miles de mexicanos han desaparecido de un momento a otro y muchos más han dejado sus casas y sus tierras huyendo de la violencia que los alcanza, mientras que batallones de uniformados han mudado de piel para pasarse a las filas de los criminales por miedo, hartazgo o conveniencia.
En el primer caso la vergüenza por los mal llamados “daños colaterales” por la guerra ha llegado al ámbito internacional. Hace apenas unos días un Grupo de Trabajo de Naciones Unidas sobre Desapariciones Forzadas o Involuntarias pidió formalmente al gobierno de México el retiro del Ejército de todas las operaciones que tienen que ver con la seguridad pública.
Hay que puntualizar que estos expertos internacionales reconocieron la necesidad gubernamental de combatir al crimen organizado. Pero cuestionaron el método sobre todo porque la gran mayoría de las desapariciones forzadas en este país no son atribuibles al narco —que no suele usarlas—, sino a las propias Fuerzas Armadas, lo que es una aberración intolerable. Y todavía más grave porque no se trata de hechos aislados, sino de más de cinco mil casos que organizaciones civiles de derechos humanos han reportado a la propia ONU y a la CNDH. En pocas palabras, los soldados mexicanos han aprovechado su dominancia territorial para desaparecer no sólo a sospechosos de involucramiento con el narco, sino a defensores incómodos de derechos humanos. Y ahí están los testimonios desgarradores de quienes sobreviven a la incertidumbre de no saber qué ha sido de familiares y amigos desaparecidos por las Fuerzas Armadas, las que por cierto siguen abusando en la más absoluta impunidad, por el fuero militar que las exime de los tribunales civiles.
Otra dolorosísima consecuencia de esta guerra absurda es el desplazamiento de al menos 230 mil mexicanos de sus lugares de residencia, según un reporte del Centro de Monitoreo de Desplazamientos Internos con sede en Ginebra, Suiza.
Este gigantesco y creciente drama humano sólo es comparable al que se produce en zonas de guerra declarada y abierta. Baste el dato de que únicamente en el 2010 la cifra de desplazados en este país —más de 120 mil— fue mayor a la de Afganistán en ese mismo periodo. Por supuesto que el éxodo es más intenso desde los estados más violentos como Chihuahua o Tamaulipas, pero también se produce desde otras entidades como Durango, Nuevo León y Veracruz. Hay de todo: desde los tijuanenses ricos que han emigrado a San Diego o La Jolla, en California, hasta los trabajadores de la maquila que han huido de Juárez a sus lugares de origen miserable, pasando por los empresarios de Monterrey o Tampico que ahora viven en Brownsville o McAllen, en Texas; un caso patético es el de Ciudad Mier, en Tamaulipas, que fue abandonada en su totalidad por sus habitantes de todas las condiciones sociales a causa del terror provocado por Los Zetas.
Y hablando de éstos, hay que referirnos a las otras migraciones que no cesan. Las de los soldados, marinos y policías que transitan hacia las filas del crimen organizado, donde están seguros de ganar mucho más que el 100 por ciento de aumento que el actual gobierno federal les ha concedido en estos años. Desde aquella comparecencia ante diputados del general subsecretario Tomás Ángeles en 2008, cuando se reconoció por vez primera el problema hasta las estimaciones más recientes se habla de la deserción al menos de 35 mil soldados, oficiales y jefes nada más del Ejército Mexicano. Y lo más inquietante es que unos dos mil son comandos de élite entrenados no sólo en México sino en complejos tan sofisticados como el Centro Especial de Guerra John F. Kennedy en Florida o la Escuela de Rangers de Infantería de Fort Benning, Georgia. Por eso no es ahora exagerado que Washington diga que el del narco mexicano es uno de los 10 ejércitos más letales del mundo. Lo peor es que ahora vuelven sus armas hacia los propios mexicanos.
Así que la pregunta es: ¿qué necesita el presidente Calderón que ocurra para reconocer que esta guerra es absolutamente fallida, además de criminal?
ddn_rocha @hotmail.com Twitter: @RicardoRocha_MX Facebook: Ricardo Rocha-Detrás de la Noticia
Periodista
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