Por un lado, la crónica de la victoria de Barack Obama; por el otro, la caída de un avión envenenada por la sospecha
Obama: ¿El principio de la historia?
Es probable que muchos consideren una desproporción neutralizar la difundida tesis fukuyamesca del fin de la historia con lo recién ocurrido: Estados Unidos ha elegido por vez primera a un presidente negro.
Para buena parte del mundo una luz emanada del imperio mismo de la oscuridad que se ha esparcido a todo el planeta. Y es que pocas veces se había visto algo así: comparable sólo con los tiempos de la Gran Depresión; hordas de hombres y mujeres profundamente deprimidos, confundidos, desconcertados, desilusionados y furiosos; todavía sin reponerse del shock de septiembre 11; librando guerras terribles y megamillonarias que parecen eternizarse en Afganistán e Irak y donde son irredentos perdedores; sin acabar de aprender todavía del síndrome de Vietnam. Y sin responder aún la pregunta brutal que por poco le cuesta la hoguera patriótica a Susan Sontag: ¿por qué nos odian tanto?
Huérfanos de liderazgo, los estadounidenses han mal soportado al peor de sus presidentes: un decrépito George Walker Bush, cada vez más repudiado y al que le cuentan los días de aquí al 20 de enero. Para colmo, una crisis económica que la gran mayoría padece y no acaba de entender. Y que además de los inmensos daños individuales hoy cuestiona como nunca al sistema económico y político que los ha llevado al desastre y al mismísimo american way of life sobre el que han construido su nación. ¿Peor? Imposible.
Es en medio de esta crisis múltiple que se da la crónica de una victoria anunciada y personificada en Barack Obama. Debida en gran parte a las dotes y carisma del candidato demócrata, pero también al hartazgo. Los votantes han elegido no sólo al personaje, sino a la posibilidad de la diferencia. Una última oportunidad de escapar de la ruta fatal. The last chance para volver a abrir el futuro. Por eso las expectativas son gigantescas. No únicamente en Estados Unidos sino en otros ámbitos donde ha congregado multitudes en torno suyo.
Por cierto, ha sido tal la rabia que Obama se hizo del voto de la primera minoría estadounidense, sin siquiera una promesa a los hispanoparlantes. Menos aún incluyó en su campaña el toral asunto migratorio ni la relación bilateral con México. No hay pues razones fundadas para esperar un cambio dramático ni actitudes mesiánicas y generosas hacia nosotros. No.
La agenda de Mr. Cool es tan sólo una: salir lo antes posible de una crisis económica que amenaza con el colapso total. Si lo logra, será —por extensión— bastante bueno para nuestro país. Por lo pronto, habría que ponernos de acuerdo para trabajar juntos. Ya vendrán tiempos mejores para sentarse a la mesa y pedir, por ejemplo, una enchilada.
En México, un misterio sin resolver
Al momento del cierre de esta columna. Nada todavía. Que no sea el escalofrío de la grabación de las comunicaciones entre la torre de control con las aeronaves a punto del aterrizaje en los minutos previos a las siete de la noche.
Todo absolutamente normal en los enlaces de rigor con el avión donde viajaban el secretario de Gobernación Juan Camilo Mouriño y el zar antidrogas José Luis Santiago Vasconcelos. Y de pronto nada. Como consigna EL UNIVERSAL, el Lear Jet desapareció de un momento a otro. Abajo, el infierno en la tierra, 14 muertos, decenas de heridos y los testimonios inquietantes de un estallido en el aire.
Una noticia dolorosa. Una pérdida para el Presidente. Y una caída envenenada por la sospecha, en tanto no se sepa la verdad. Sea cual fuere.
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