miércoles, 12 de mayo de 2010

La soberbia de la Iglesia cada vez más aberrante

¡¡Exijamos lo Imposible!!
La Iglesia y la homosexualidad
Jorge Eugenio Ortiz Gallegos

jodeortiz@gmail.com

En la madrugada nos quebró el sueño el grito espantado y me levanté exaltado al escuchar al indio que tocaba a la puerta con voz atemorizada: hay un joven muerto metido en mi canoa! El cadáver retenía la pistola posada entre los dedos de la mano exangüe. La sangre era un charco sucio bajo el azul opaco de la niebla al amanecer. Es la culpa de la religión, vociferé entre dientes-. Acaso nadie me escuchó sumidos en el espanto de la escena.

En mi loca carrera hacia el sitio que me indicaba el mensajero indio, dejé atrás a media docena de lugareños. Cuando llegué a la playa me incliné sobre la canoa asentada en la arena debajo de unas redes de mariposa. Sentí que el corazón se me iba a salir del cuerpo.

Crisóforo había quedado tendido al fondo de la canoa sobre un charco de sangre oscura que no alcanzaba a recibir la luz bajo la niebla del amanecer. Crisóforo me consideraba su mejor amigo y me había platicado que el padre Aranda, de la iglesia de San José en Morelia, le negaba la absolución, al confesar que con frecuencia se hacía una puñeta. Crisóforo creía en las reprimendas del padre Aranda, que no podía absolverlo de tal pecado mortal y se creía condenado al infierno de por vida.

Me apresuré a esculcar los bolsillos del muerto y encontré un par de condones arrugados. No pude contener mi ira, porque Crisóforo era maricón, razón por la que se le negaba la absolución. Iglesia Católica, soberbia, que no ha reconocido la sexualidad del ser humano. Desde los tiempos del Renacimiento pululaban los “jotos y las lesbianas” y la Iglesia cerró sus criterios al celebrar el Concilio Tridentino (1545-1563). En este concilio que culminó bajo el mandato del Papa Pío IV se decidió que los obispos debían presentar capacidad y condiciones éticas intachables, se ordenaba crear seminarios especializados para la formación de los sacerdotes. Los obispos no podrían acumular beneficios y debían residir en su diócesis.

Se impuso en contra de la opinión protestante, la necesidad de la existencia mediadora de la Iglesia, como Cuerpo de Cristo, para lograr la salvación del hombre, reafirmando la jerarquía eclesiástica, siendo el Papa la máxima autoridad de la Iglesia. Se ordenó, como obligación de los párrocos, predicar los domingos y días de fiestas religiosas, e impartir catequesis a los niños. Además debían registrar los nacimientos, matrimonios y fallecimientos. Impuso el celibato a los sacerdotes, con la consecuente alimentación en las sombras del pecado de la sexualidad.

Esta soberbia ha resultado en una realidad cada día más aberrante, y actualmente en la más grave crisis que haya padecido la estructura católica mundial en décadas o siglos y sin embargo, constituye la oportunidad de enfrentar el desafío formidable de superar sus inercias históricas; el afán por erigirse más allá de sus tareas espirituales en autoridades médicas, educativas y hasta científicas al imponer a sus feligreses determinadas conductas afectivas y sexuales.

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