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Juan Pablo II y Maciel, el rating de la agonía
Jenaro Villamil
MÉXICO, D.F., 14 de diciembre (apro).- Ni en sus últimos minutos de vida, la tiranía del rating abandonó a Juan Pablo II. Menos ahora, a casi cinco años de su muerte. La paradoja mediática de Karol Wojtyla fue mayor en el ocaso de su pontificado de casi 27 años: ningún líder contemporáneo como él supo utilizar el poder de los medios para transmitir la imagen de un hombre carismático, omnipresente y dueño de la última palabra, pero esos mismos medios prolongaron durante los últimos años la agonía de un hombre que pasó de ser el “Papa comunicador” al “Papa del silencio”, como lo bautizó la prensa italiana.
Ahora, casi un lustro después de su muerte, la imagen y el legado mediático de Juan Pablo II pretenden ser salvados defenestrando, invisibilizando y mandando a las catacumbas a uno de sus protegidos y aliados más incómodos: Marcial Maciel, el fundador de los Legionarios de Cristo.
La orden difundida por Álvaro Corchera, director general de la congregación, no deja lugar a dudas: no sólo el retiro de las fotos de Maciel (algo que ya venía ocurriendo desde hace dos años en los centros de la Legión), sino también prohíbe la venta de sus escritos personales y conferencias; ya no se celebrará ni su natalicio ni su muerte y la cripta del cementerio de Cotija, Michoacán (su lugar renacimiento) dejará de ser un “centro de peregrinación”.
De tener todo el poder e influencia en los grandes medios electrónicos, especialmente los mexicanos, Maciel pasa a formar parte de los “indeseables”, de los que vivirán la agonía del escarnio, aunque no se haya hecho justicia hasta ahora con las víctimas.
Una solución mediática para un problema que no es de origen mediático. El problema de los abusos sexuales y los fraudes financieros cometidos por Maciel son de índole jurídica, no mediática, ni teológica. No son simples pecados, sino una serie de delitos que marcan una época, como en el caso de muchos otros sacerdotes y obispos –incluido el cardenal Norberto Rivera-- acusados de encubrir, cometer o solapar actos delictivos.
Pretenden aminorar el impacto negativo en el propio legado de Juan Pablo II y, por supuesto, salvar a su sucesor Benedicto XVI del incómodo papel de gran encubridor.
Su última imagen al mundo fueron los dramáticos 13 minutos de su aparición en la ventana, sin poder hablar (él, que dominaba una decena de idiomas) ante la Plaza de San Pedro, el domingo de Resurrección del 27 de marzo de 2005. Esas imágenes fueron transmitidas por 104 televisoras de 70 países, más miles de periódicos y páginas en internet que reprodujeron la dramática foto de Juan Pablo II con la boca abierta, gimiendo y con un rictus de dolor en el rostro.
La agonía generó rating, así como las más de 25 horas de transmisión permanente de las grandes cadenas televisivas, desde la tarde del 31 de marzo hasta la noche del 1 de abril, sobre los últimos minutos de vida del sumo pontífice.
De una u otra manera, Juan Pablo II se volvió un rehén de su propia doctrina mediática. Una de sus frases predilectas, según recordó el arzobispo John Patrick Foyle, jefe de comunicación de El Vaticano, era: “si no lo vemos en la televisión es como si no existiera”. No en balde, otra de sus frases sirvió de slogan para la cobertura 44 horas televisivas durante su última y quinta visita a México en el verano de 2002: “La fe se puede ver”.
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