De casinos, palenques y casas de empeño
Rolando Cordera Campos
Rolando Cordera Campos
Asistimos al fin de una forma de hacer política económica y, en particular, de hacer y ejercer el presupuesto de egresos. Lo primero ha sido planteado con especial crudeza por la crisis global y las (malas) maneras cómo los grandes poderes del mundo decidieron encararla. En estos días, este mensaje fue recogido y voceado con intensidad nada menos que por Carlos Slim, Roberto González Barrera y el directivo de Nestlé en México.
Lo segundo, referente al presupuesto, fue puesto en evidencia por la práctica parlamentaria de estas semanas, el desempeño de los gobernadores y del gobierno federal y su Secretaría de Hacienda. Sin embargo, tal vez este colapso se haya fraguado cuando se decidió que primero venían los ingresos y luego la decisión sobre cómo gastarlos, por aquella ridiculez de “tener la casa en orden”.
Asumir el crepúsculo de esta sabiduría económica convencional debería ser de “urgente y previa resolución”, pero es probable que tanto en el Congreso como en Los Pinos quieran tomarse su tiempo, habida cuenta de que, según ellos, la recuperación ya empezó. No es así, pero en todo caso el daño provocado ha sido mayor y su reconocimiento debería llevar a los que supuestamente mandan a escuchar la voz del amo de dentro y de fuera, y abocarse a hacer unos cambios que pueden imponerse desbocadamente y hacer trizas lo poco que nos queda de orden político.
Los poderes de siempre han reiterado que la espectacular dosis de intervención estatal no puede suspenderse ni echarse para atrás, como ha empezado a sugerir el mundo financiero. Si sumáramos lo hecho y lo decidido, tendríamos que admitir que la crisis pegó en el corazón de las hipótesis, certezas y dogmas que inspiraron una política económica sometida a la inercia monetaria, la hibernación fiscal y el mando del mercado, que muchos veían como una suerte de dictadura benevolente y virtuosa que nos haría mejores.
Si esto nos hacía menos justos y si, además, traía consigo una asignación de recursos públicos y privados reñida con el mediano y el largo plazos, no importaba demasiado, dado que, según las milicias milenaristas que dieron fuerza política a este dogma, el fin del mundo está cerca. Irónicamente, fue esta combinación de arrogante racionalidad optimizadora y exultante fideísmo lo que llevó al mundo y a su potencia principal al borde de un abismo del cual Obama y su coalición global en ciernes buscan alejarse cuanto antes, así sea por la vía más pecadora que Hayek imaginara: intervención, nacionalización, déficit fiscal y deuda: la bacanal de despedida del frenesí neoliberal. Pero aquí no se toma nota y tal parece que la decisión es estratégica: seguir vivos para después del fin del mundo.
En Xicoténcatl y en San Lázaro, en Hacienda, donde quiera que habiten Carstens y sus no tan jóvenes cancerberos de la castidad fiscal, todo era tinieblas hasta que la desfachatez se impuso y los propios actores de esta chusquería se sirvieron informarnos que negociaban en lo oscurito con el gobierno y los gobernadores, para luego aprobar en público y con fanfarrias lo acordado. No “se hizo lo que se pudo”, como solía decirse, sino que se salvó a la patria, a todos nosotros, a costa, claro está, de los ingresos reales disponibles, del empleo, de la inversión para el largo plazo, de la educación y la investigación que nos ofrecen nuevos mundos.
Lo que quedó de todo esto es el plañidero ruego del gobierno de que no le quiten ni fondos ni control de los programas contra la pobreza, y que no lo obliguen a poner en su lugar a los genios jurisconsultos que no han hecho más que exhibirnos como un Estado sin derecho, laboral y de otros. Ganar pueden, porque tienen los votos y de los demás no hacen caso, pero éstos se vuelven muchos, se encrespan y no encuentran cauce ni consuelo.
Del viejo espectáculo de la Cámara de Diputados como casino de Las Vegas donde no se aparecía el sol pero todo estaba decidido de antemano, se pasó en los últimos lustros a la Cámara como palenque donde los valedores juegan sus gallos. Después del día 15, el Congreso no será sino pobre casa de empeño.
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