jueves, 3 de enero de 2008

LAS INFANCIAS TRUNCADAS

LEOPOLDO MENDÍVIL
¡¡Exijamos lo Imposible!!



Hoy, en Crónica Confidencial, Leopoldo Mendívil

relata la noche de pesadilla de su infancia en que murió, asesinada, su creencia en la Iglesia católica

Por: Leopoldo Mendívil


CARDENAL NORBERTO RIVERA ARZOBISPO DE MÉXICO:

Sus palabras, tomadas de la grabación de su sermón en la misa que ofició para las reclusas de Santa Martha Acatitla el 17 de diciembre, fueron:
“… Tantas cosas hacen peores, no matan el cuerpo del hombre pero es una víbora que mata la fama de los demás, y ustedes se encuentran aquí, pero también afuera (hay) gente que mata la dignidad, el buen nombre de las personas, verdaderas prostitutas, verdaderos prostitutos de la comunicación y no les importa si sean inocentes o no, con su sentencia ellos juzgan, ellos condenan y para ellos no hay más justicia que la que ellos dictan”.

Así barrió por parejo, cardenal, a periodistas, mujeres y hombres, sin distinción, sin inocentes, sin grados de culpabilidad o de inocencia. Sin juicio, incluso.

Hay otros, cardenal, que con sus actos matan otra clase de valores, como la fe en la religión que ellos representan. Sobran casos y sobran acciones con las que ellos pueden matar la dignidad; pero hay una que, así no haya logrado su objetivo, humilla para siempre:

La del pederasta con sotana.

Como no hay mejor ejemplo que el propio, voy a contarle a grandes rasgos la noche en que murió, asesinada, mi creencia en la Iglesia Católica Apostólica Romana:

Ocurrió en Durango —su ciudad, mi ciudad, cardenal— el Viernes Santo del año 1952.

Cursaba el sexto año de primaria en el Instituto Durango, un colegio de la orden franciscana. Pertenecía al coro del colegio, integrado ese mismo año por algunos de los frailes cuya casa formaba parte del templo de Los Ángeles, allá, usted sabe, donde comienza el Parque Guadiana. Fray Gilberto, fray Rigoberto y Fray Junípero organizaron lo que sería también un medio para buscar candidatos al seminario y como se trataba de convencernos, nos invitaron a pasar con ellos el Viernes Santo. No a todos los miembros del coro, sólo a los que, supongo, consideraban más aptos para tomar el camino de la Iglesia, pero el respeto me obliga a guardar sus nombres, sobre todo porque algunos, al menos por un tiempo, siguieron ese camino.

Como la casa de los franciscanos no tenía espacio para huéspedes, cada uno de nosotros dormiría en la celda de uno de los frailes. Fray Gilberto me invitó a compartir la suya.

Fue un día muy agradable que transcurrió entre actos ceremoniales, deportes, charlas sobre la conmemoración de la muerte de Cristo, la historia y los hechos de los apóstoles, etc., pero por la noche se nos instruyó retirarnos a las celdas correspondientes en tanto ellos culminaban el ritual de la crucifixión con una ceremonia secreta, en el templo. Así debió ser, pero alguno sonsacó a los demás que quisiéramos presenciar el ritual, a subir en silencio al coro. Y varios lo hicimos, cardenal. Pudimos ver a los frailes y a los sacerdotes orar primero, en latín, conducidos por el superior de la orden y director del colegio, y luego desnudarse el torso y azotarse la espalda con los lazos de los hábitos. Cuando los azotes terminaron, perturbados nos fuimos, silenciosamente otra vez, a las celdas.

Cuando fray Gilberto regresó, me invitó a rezar las últimas oraciones. Yo dormiría, me dijo, en su cama y él en el suelo. Luego sucedió la pesadilla de aquella noche. No la voy a describir; sería demasiado aunque por fortuna no duró más de un instante, cardenal, porque el tamaño del susto me hizo reaccionar rechazando lo que no conocía pero el instinto, supongo, encendió mis alarmas lo suficiente para que el fraile las detectara cuando vio mis ojos clavados en la puerta de la celda. Pidió perdón, se tumbó sobre la colchoneta tendida en el suelo y para nada se movió ya. Ignoro cuánto tiempo estuve despierto pero fue una larga, terrible vigilia.

Días después, en el colegio, fray Gilberto me preguntó si estaba enojado. No respondí ni conté aquello a nadie. Mis padres murieron muchos años después sin enterarse. Mis hermanas menos; tampoco mis amigos y en los 55 años que han transcurrido desde aquella noche de Viernes Santo sólo unas cuantas personas conocieron la historia y la explicación del retiro irrevocable que me auto-decreté de la Iglesia… Y de Dios, cardenal, porque a fuerza de rumiar muchísimas veces aquel pasaje de mi infancia nunca pude justificar que ni por haber sido la conmemoración de la muerte de Cristo aquel individuo, que se preparaba para ser Su-representante-en-la-Tierra, hubiera intentado eso conmigo…Desde entonces, salvo escasas ocasiones en que intenté cambiar, sigo fuera de su Iglesia, cardenal… Y en cuanto a Dios, las cada vez más infrecuentes ocasiones en que recordaba el incidente, le reclamaba cómo podía permitir a Sus “ministros” ensuciar Su nombre sin castigar, entre tantas conductas inmorales que les hemos conocido, esa, quizá la más vil, de la pederastia.

Soy, con orgullo, periodista, y comparto con mis colegas el calificativo que como Príncipe de su Iglesia nos endilgó, a todos, de “verdaderas prostitutas, verdaderos prostitutos de la comunicación”. Por eso decidí revelar públicamente aquella noche de Viernes Santo que he cargado por décadas con vergüenza y rabia, no por lo que —quiso Dios, quizá— logré impedir, sino por el recuerdo de aquel fraile vestido con el hábito franciscano, intentando ensuciarme… Y por el honor de los que no pudieron evitarlo.

Respondo también, cardenal, a su bautizo, con esta revelación como un reclamo enérgico por su insolencia contra periodistas que cumplimos la función social de denunciar, pruebas vistas, a “los verdaderos prostitutos” que en la Iglesia y fuera de ella atentan contra leyes, creencias, famas, dignidades, vidas, patrimonios…

Los primeros, malamente escudados en el nombre de Dios, pero protegidos por sus superiores.


No hay comentarios: