¡¡Exijamos lo Imposible!!
Fuentes Fidedignas
DESFILADERITO
¿Por qué hemos caído tan bajo?
Santiago Gamboa es uno de los grandes autores de la nueva narrativa colombiana, en la que figuran creadores tan sólidos como Héctor Abad Faciolince, Evelio Rosero, Osvaldo Ospina, Julio Paredes y Juan Gabriel Vázquez, todos ellos hermanos menores –por fecha de nacimiento-- de Andrés Caicedo, quien se suicidó en 1977, al cumplir 25 años, tal y como se lo había prometido a sí mismo, luego de ver publicada su primera y única novela: Viva la música, que para los jóvenes lectores de su generación fue tan importante como La tumba, de José Agustín, para nosotros.
El miércoles de la semana pasada, en la Casa Refugio del Escritor, que el Gobierno del Distrito Federal sostiene en la colonia Condesa de la ciudad de México desde la administración de Cuauhtémoc Cárdenas, Santiago Gamboa presentó su novela más reciente, Plegarias nocturnas, que relata la historia de dos jóvenes de Bogotá y del diplomático colombiano en Asia, que luego de muchas peripecias los reúne.
Después del ritual en que el escritor contestó preguntas y firmó ejemplares para los asistentes, algunos de los cuales le llevaron copias de sus novelas más prestigiosas y reconocidas en América Latina y en Europa, como Necrópolis y El síndrome de Ulises, Santiago y sus amigos cenamos en un lugar de comida yucateca y entre tequilas y tacos de cochinita pibil salió a flote el tema del general Oscar Naranjo, ex jefe de la Policía Nacional de Colombia y ahora asesor externo de Enrique Peña Nieto en asuntos de narcotráfico.
Hermano de un narco preso actualmente en Alemania y con una hoja de vida llena de contrastes, pues en ella aparece como hombre de la DEA y al mismo tiempo ligado al cártel del Norte del Valle –aparente sucesor de las organizaciones criminales fundadas por Pablo Escobar Gaviria y los hermanos Rodríguez Orejuela, de cuya captura “sin disparar un solo tiro” se dice que fue responsable--, Naranjo era, una década atrás, “una especie de James Bond”. Hoy, entre quienes lo conocen, nadie metería las manos al fuego.
Pero, de acuerdo con esa antigua leyenda, los investigadores que trabajaban para él hace una década, analizaban la basura de las residencias donde se sospechaba que vivía gente ligada al narcotráfico, y de acuerdo con las marcas de las botellas de whisky que encontraran revueltas con otros desechos, deducían si andaban o no sobre las pistas correctas. De igual manera, aquellos agentes eran entrenados para observar la conducta, la ropa y las peculiaridades psicológicas de individuos que circulaban por lugares públicos.
Si un fulano, a las seis de la mañana, en un aeropuerto, hablaba por teléfono celular, gritaba dando órdenes y anotaba en una libretita lo que escuchaba desde el otro lado de la línea, los hombres de Naranjo se dedicaban a seguirlo. O si otro, en un restaurante de lujo de Bogotá, se sentaba a comer y beber los productos más caros del menú, pero no tenía calcetines, lo mismo: ese detalle lo delataba.
Quitándose la palabra para evocar estas anécdotas, los amigos colombianos que así nos ilustraban a los mexicanos aquella noche, dijeron algo que, en particular, me ayudó a sospechar que la supuesta “muerte” y “robo del cadáver” de El Lazca fue un montaje más del aparato publicitario de Calderón. Al evocar la captura de un peligroso jefe de narcos en Bogotá, uno de nuestros interlocutores narró lo siguiente:
“El Sapo estaba en un restaurante muy concurrido y, de 25 mesas que había, por lo menos 20 las ocupaban los hombres de su esquema de seguridad. El policía que lo detuvo se dio cuenta de que si entraba con su propia gente volando tiros, aquello iba a ser una carnicería, de modo que se metió por la cocina, le llegó por atrás, le puso una pistola en las costillas y le dijo: mire, si aquí hay bala, la primera va a ser para usted. Y El Sapo no tuvo más remedio que entregarse”.
Moraleja: Heriberto Lazcano Lazcano, jefe del cartel más peligroso y descontrolado del país, no pudo salir a pasear el domingo pasado, solito, solito, en una camioneta manejada por su escolta y chofer, cuando la Marina, “por una denuncia anónima”, lo “mató” sin saber quién era, entregó su cadáver a una funeraria y a media noche llegaron unos encapuchados y se llevaron su “cuerpo”.
Ajá. Lo más curioso es que ayer, periódicos tan contrapuestos como La Razón y La Jornada difundieron y destacaron materiales que obviamente les fueron entregados por el gobierno federal para fortalecer la comedia, pues en todos ellos aparecen las obras de beneficencia que El Lazca hizo en el estado de Hidalgo. Pero lo más deplorable de esta simulación fue la nota principal de La Jornada: “Todo mueve a la sospecha en el caso de El Lazca”.
¿Todo? No, no todo, pues ese diario, en ningún momento, pone en duda la muerte del jefe de jefes de los Zetas. Así que a buen entendedor, pocas palabras. Hoy, y no por eso, también estaré en Twitter, en la cuenta @Desfiladero132, por si ocupan.
Jaime Avilés
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