La Jornada
Érase una vez... ¿una Constitución?
Rolando Cordera Campos
El pasado 5 de febrero
se dieron cita en Querétaro los representantes de los tres poderes de la
Unión: el presidente de la República, el de la Suprema Corte de
Justicia de la Nación, el de la Cámara de Diputados y el del Senado de
la República, con el propósito de conmemorar y, en alguna curiosa medida
celebrar, los 97 años de la promulgación de la Constitución Política.
Con ellos se reunieron diputados, senadores, gobernadores e invitados
para llenar el Teatro de la República, donde los constituyentes de 1917
protagonizaron la hazaña de pactar y saber convertir en texto magno lo
que a su buen leal y entender quería la República y el pueblo reclamaba
para comprometerse con la paz y la reconstrucción institucional.
No se trató de un acto más del santoral republicano, ni de conformidad con la liturgia y la retórica que solía acompañar ceremonias como esta durante la era del partido casi único. Tampoco podría nadie proclamar que
la República está reunida, como gustaba hacerlo el presidente López Portillo cuando todo era promesa y abundancia. Sin que nada de esto haya estado ausente del todo, el ceremonial dejó el paso a un esfuerzo compartido, que muchos podrían ver como concertado, destinado a hacer pedagogía con un fin si no único sí unificador: la importancia crucial de las reformas y, con su aprobación y puesta en acto, el inicio de una nueva fase de nuestra evolución política, económica y social. De aquí su importancia y la conveniencia de discutirlos después de leerlos. Qué lástima que los medios informativos no hayan hecho referencia alguna a lo central de esos mensajes.
El Presidente sigue en su empeño de dar a las reformas una coherencia que vaya más allá de la racionalidad instrumental, pero no temió descansar en ella al enfatizar las implicaciones financieras de la reforma energética que fortalecerá los ingresos del Estado. Por ahí se deslizó también su discurso, cuando quiso ilustrar la importancia de dicha reforma con la decisión de Moddy’s de elevar su calificación de la nota crediticia de México.
Poco tenía que ver esta u otra puntuación de la calificadora, en un mensaje comprometido con hacer de México una
sociedad de derechosy dedicado a convencer de que sus reformas no ponen en entredicho el pacto social, sino que lo actualizan y permiten
mover a México
para que nuestra Carta Magna sea cada vez menos una aspiración y cada día más una realidad efectiva. Salvo que la alusión a decisiones como la mencionada no sea tan ocasional como suena en primera instancia, sino que en realidad exprese, desde la visión del gobierno, la raíz prácticamente única de esta nueva ola reformista: poner al día no al país con todas sus complejidades, rezagos y contrahechuras, sino a una economía sumida en el letargo, pero no mediante una
reforma de las reformashechas antes, sino en fiel obediencia a los postulados del cambio estructural para hacer honor al decálogo del Consenso de Washington.
En ausencia de un discurso de esta naturaleza, la reforma, en plural o en singular, corre el riesgo no sólo de rasgar lo que nos queda del original pacto social que fundó nuestra azarosa, nada lineal, política constitucional a lo largo del siglo XX y lo que va del actual, sino de afectar la gran empresa, ahora definida con precisión en el artículo primero de la Constitución, de hacer de México una verdadera sociedad de derechos, conforme a las definiciones acuñadas por la ONU y compartidas por buena parte de la comunidad internacional.
Lo que imperó en las comunicaciones de ese día fue un reiterado homenaje a un evolucionismo jurídico en algún caso sustentado en el recuento histórico cuidadoso, como ocurrió con el discurso de Chuayffet. Según sus proponentes, esta cualidad constitucional mexicana daría cauce y perspectiva a la realidad siempre cambiante, gracias a un voluntarismo político siempre al día y a la orden de la razón de y del Estado. Para el presidente del Senado, por ejemplo, todo parece caber en la caja moldeable de esta Constitución siempre en movimiento, abierta al tiempo, sin contradicciones fundamentales, salvo las apuntadas por el propio presidente entre el dicho y el hecho y que también mencionó el gobernador Calzada cuando nos recordó que en 1917 campeaban la pobreza y la violencia, que no se han ido.
Quien se llevó las palmas fue, sin duda, el entusiasta y ágil presidente de la Cámara de Diputados, que empezó por citar la definición clásica de Lassalle para luego resaltar las virtudes adaptativas e incluyentes de la forjada en 1917 que, por eso y más, está por encima de lo postulado por el alemán. No creo exagerar si digo que el diputado queretano militante de Acción Nacional nos ofreció el mejor discurso priísta clásico en mucho tiempo. Su apresurada declaración de que terminaron los tiempos de la competencia para empezar los de la construcción, así como su ferviente convocatoria a la unidad nacional al cerrar su alocución, hicieron las delicias de más de algún desvelado sobreviviente del priísmo histórico.
Aunque todo cambia, no todo cabe en un jarrito. Si en verdad queremos celebrar el aniversario de nuestra Carta Magna, habría que dar cauce a un verdadero debate nacional sobre qué país queremos los mexicanos y, entonces, a partir de los acuerdos alcanzados, ver si el cuerpo legal que nos dimos en 17, con todas las modificaciones sufridas, sigue siendo válido para ir en la ruta acordada. Asimismo, es buen momento para realizar una verdadera jornada pedagógica nacional sobre el significado, contenido y alcances de nuestro máximo ordenamiento.
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