¡¡Exijamos lo Imposible!!
POR QUÉ VOY A IR A CHIAPAS
por José Saramago
(publicado en El Mundo —Madrid— el 30 de diciembre de 1997)
Lo que se va a leer es una “escandalosa injerencia en los asuntos internos de un país extranjero”.
En marzo iré a México, donde estaré dos semanas, primero impartiendo un curso en la Universidad de Guadalajara, luego participando en un ciclo de conferencias en la capital federal.
Menciono estas obligaciones profesionales de escritor simplemente para decir que, en el mismo viaje, otra obligación me llevará a Chiapas. Esa obligación es moral.
Ante la estupefacción de algunos de los que me oyen, vengo diciendo por ahí que cada vez me interesa menos hablar de literatura. En primer lugar, porque el que yo hable de literatura no añade más provecho que aquel, cuestionable y dudoso, que aportan los libros que ando escribiendo, y en segundo lugar, porque los discursos literarios (los que la literatura hace y los que sobre ella se hacen) me parecen cada vez más un coro de ángeles sobrevolando en las alturas, con gran revoleo de alas, gemidos de arpas y alaridos de trompetas.
La vida, ésa, está donde la habituaron a quedarse, abajo, perpleja, angustiada, murmurando protestas, rumiando cóleras, a veces bramando indignaciones, otras veces soportando, callada, torturas inimaginables, humillaciones sin nombre, desprecios infinitos. Por eso iré a Chiapas.
Podría ir (no sería la primera vez) al barrio lisboeta del Casal Ventoso, donde no hace muchos días el presidente del Partido Social-Demócrata hizo una notable exhibición de pornografía política distribuyendo roscón de Reyes entre los desgraciados tóxico-dependientes que allí se congregan, pero voy a Chiapas. Llevan ya cinco siglos de existencia aquellos desprecios, aquellas humillaciones, aquellas torturas, y siento que es mi deber de ciudadano del mundo (asumo la retórica) escuchar los gritos de dolor que allí suenan. Y también aquellas protestas y aquellas cóleras.
Los hechos son conocidos. Grupos paramilitares, ligados, según todos los indicios, no sólo a los terratenientes de la zona, sino también al Partido Revolucionario Institucional (PRI), el mismo que desde 1929, sin pausa ni excesiva honra, gobierna México, mataron, por el nefando crimen de ser simpatizantes del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, a cuarenta y cinco campesinos indios que se encontraban acogidos en una iglesia, a la que llegaron conducidos por organizaciones no gubernamentales para escapar del rebrote de violencia del macizo de los Altos de Chiapas, al norte de San Cristóbal de las Casas, donde se produjo la terrible matanza.
Entre los asesinados, a golpe de machete y disparos de armas de fuego de gran calibre, había veintiuna mujeres, catorce niños y un bebé. Es posible que las mujeres, todas ellas, y los nueve hombres igualmente degollados, fuesen zapatistas confesos: tendrían edad suficiente y conciencia bastante para haber escogido la dignidad suprema de una revolución popular contra la humillación continua infligida por los viciosos poderes ejercidos por el connubio histórico entre el Estado y el capital.
Pero ¿aquellos niños?, ¿aquel bebé? ¿Serían también zapatistas como los padres, serían también revolucionarios, como los abuelos? ¿Pretenderán los asesinos, al mismo tiempo que apilan cadáveres sobre cadáveres para detener la corriente de la revolución, extinguir el río en la fuente, o sea, matar a los pequeños para que después no puedan seguir el ejemplo de los mayores?
Dejando ahora de lado si deberíamos o no avergonzarnos de que la especie a la que pertenecemos sea esto que es, al menos avergoncémonos de nuestras apatías, de nuestras indiferencias, de nuestras complicidades tácitas o abiertas, de nuestras penosas cobardías disfrazadas de neutralidad. Ya que los poderes del mundo se muestran tan empeñados en globalizarnos, globalicémonos nosotros por nuestra cuenta.
La policía militar de Brasil y los pistoleros a sueldo de los latifundistas asesinan a campesinos que sólo reclaman una reforma agraria, y los crímenes no son castigados. Grupos vinculados al partido que gobierna México y a los terratenientes son protegidos y quiebran tranquilamente cuantas vidas se encuentran por delante, sin mirar ni sexos ni edades.
Mirando, eso sí, la condición: sólo los pobres son asesinados, sólo a aquellos que no tienen nada más que la triste vida, la vida les es quitada.
Hay que preguntar por qué. Se sabe quién mata, pero no quién manda matar. La mano que paga al asesino se esconde, sólo vemos (cuando lo vemos), la mano que dispara o degüella. Tal como los drogadictos de Casal Ventoso, los indios de Chiapas mueren porque no osamos apuntar con el dedo a los criminales. A los otros.
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