viernes, 8 de agosto de 2008

TODO POR LA PUBLICIDAD

¡¡Exijamos lo Imposible!!
La viga en el ojo propio (primera parte)
Epigmenio Ibarra
eibarra@milenio.com

No se vale teñir la política con la sangre de las víctimas de la delincuencia organizada
o aprovechar el dolor de sus deudos para tomarse la foto y hacerse propaganda. Es preciso que Felipe Calderón y sus publicistas se contengan y no utilicen estos trágicos sucesos para golpear a sus adversarios políticos. Otro tanto deben hacer los dirigentes partidistas o los gobernantes de otras entidades federativas que tratan de establecer una competencia macabra; tantos muertos aquí, cero allá. Es inmoral sacar raja política de la muerte violenta de un inocente.

No es mi intención tampoco lanzarme a la defensa del gobierno capitalino. Creo simplemente que nadie, absolutamente nadie, en ninguno de los tres niveles de gobierno, puede decirse libre de culpa y arrojar la primera piedra. Nadie, tampoco, puede adjudicarse éxitos reales y consistentes en la lucha contra la delincuencia y ponerse a sí mismo o la institución que dirige como ejemplo.

Vivimos en las ciudades y en el campo una profunda crisis institucional. El crimen avanza y el Estado no está cumpliendo con una de sus tareas esenciales, una de las que da sentido a su existencia: asegurar la vida y el patrimonio de los ciudadanos. Que nadie se llame a engaño pues; la seguridad y la justicia siguen siendo, para todos los gobiernos, de todos los signos en nuestro país, una asignatura pendiente.

Más allá de la incapacidad patente de los gobernantes, de la ineficiencia y corrupción atávica que prima al interior de muchas de las instituciones supuestamente responsables de velar por la seguridad publica, de la irresponsable falta de coordinación entre los distintos cuerpos policíacos; esta crisis, de la que apenas –me temo– vivimos sólo la primera fase, tiene su origen, tal y como sucedió en la ex Unión Soviética, en la caída, así sea sólo de la silla presidencial, del antiguo régimen.

No es que con el PRI en la Presidencia no fuéramos, como somos hoy, víctimas del crimen organizado, es que el control social de este partido basado en la corrupción como moneda de cambio, permitía una especie de equilibrio que hoy se ha perdido. Delincuentes, políticos y policías se repartían el botín; para todos alcanzaba y el que se desmandaba recibía su merecido.

Era esta la patria de la impunidad y el silencio. De la injusticia y la simulación. De la mordida, de la tranza. Caciques, comandantes y capos eran uno solo y la válvula de la delincuencia la operaba, a punta de una precisa mezcla de represión selectiva e impunidad, el propio Estado.

Los bandoleros pagaban su coima y la policía daba –también a quien pagaba– resultados. Los ciudadanos eran victimas de ambos. El calendario electoral, las presiones externas, la megalomanía de los gobernantes los volvía de pronto campeones de la justicia y otras veces, si así convenía a sus intereses, distantes observadores, desde la seguridad del palacio, de la violencia en las calles. Así íbamos remando hasta que la alternancia en el gobierno central se instaló entre nosotros y a la mafia en el poder la sustituyó, ya sin coto alguno, la mafia en las calles.

Sucede así en las transiciones democráticas. Sucede así cuando cae un régimen totalitario y cuando sus instrumentos de control se desmadejan. Hacen falta entonces dirigentes de enorme valor, integridad y patriotismo para impedir que el país, sometido a ese proceso de descompresión autoritaria, se hunda en el abismo. Hacen falta también instituciones sólidas o la firme voluntad de construirlas. Nosotros, desgraciadamente, ni tuvimos esa suerte, ni tuvimos a ese gobernante y muy poco respeto nos merecen nuestras instituciones.

Como en la ex Unión Soviética nos tocó aquí, con Vicente Fox, a nuestro Boris Yeltsin. El de allá, borracho de vodka, terminó por entregar a la mafia el país entero. El de acá, borracho de poder y de ambición, perdió la oportunidad histórica de cumplir con el mandato popular del que, supuestamente, emanaba una enorme fuerza; la suficiente para dar la batalla. Cobarde Fox no sólo entregó al crimen organizado enormes parcelas del territorio nacional, sino que dio, a punta de desatinos y traiciones, el tiro de gracia a las instituciones.

Otro determinante de la crisis que vivimos es la vecindad con los Estados Unidos y la criminal tolerancia de su gobierno al tráfico y consumo de drogas en su territorio. Esa laxitud en el combate de las adicciones sumada a la ineficiencia de los cuerpos policíacos y a la galopante corrupción –allá también se cuecen habas– de la justicia estadunidense, que se cruza de brazos frente a los capos locales, hacen que aquí, con dólares y armas por montón, corran ríos de sangre.

Jamás los criminales en México tuvieron tanto dinero, tanto poder de fuego, tan vasto territorio y tantos recursos para organizarse. Triste dilema el nuestro: si se aprieta al narco, como se está haciendo, los criminales cambian de giro. Rendirse ante él, sin embargo, no es una opción. Tampoco lo es volver al autoritarismo o pensar que la muerte se pague con la muerte. ¿Qué hacemos pues?

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