La Jornada
Los ataques vienen precedidos por la escandalizada crítica a la Ley Orgánica de Comunicación, recientemente aprobada por el oficialismo ecuatoriano (http://goo.gl/k289A), porque en ella se establece un mecanismo oficial de regulación de contenidos y, sobre todo, porque propugna
la democratización de la propiedad y acceso a los medios de comunicación.
A nadie escapa que los medios en el mundo, con particular crudeza en América Latina, escapan a todo control social y pueden, de manera impune, legitimar delitos, crear tendencias políticas de la nada, destruir en minutos la dignidad y el buen nombre de una persona, invisibilizar a sectores sociales enteros, promover reformas legales que los beneficien, impulsar el consumo de sustancias y productos nocivos hasta el punto de provocar epidemias (la de diabetes, por ejemplo), alentar conductas patológicas (como la anorexia y las ludopatías) y erigirse en deformadores sistemáticos de la ética, la educación y la vida institucional de un país.
Lo que resulta menos obvio es que semejante desempeño es consecuencia inevitable de la propiedad monopólica de los medios por un solo sector de la sociedad: el empresarial, cuyo predominio en todos los ámbitos se ha expandido en el marco de la revolución conservadora y la implantación planetaria del modelo neoliberal. Ese mismo sector, en uso y abuso de los medios, se ha encargado de presentar como
naturalsu propio control monopólico, hasta el punto de que poca gente se escandaliza ante él.
Para tomar distancia de esta grave distorsión basta con realizar un simple ejercicio: imaginar un país o un mundo en el que 95 por ciento de los medios informativos tradicionales –radio, televisión, periódicos, revistas– fuera controlado por las iglesias. Si en vez de iglesias se plantea dependencias gubernamentales, o partidos políticos, o clubes deportivos, o sindicatos, u organizaciones campesinas, la gran mayoría igual hallaría inaceptable semejante régimen de propiedad de las instancias informativas. Curiosamente –el contraste es prueba de la capacidad de deformar el pensamiento de la gente por los medios mismos– a pocos les parece desastroso el hecho real de que esas instancias se encuentran, actualmente, en poder de corporaciones empresariales.
Otro problema es la conversión del poder mediático en poder político. Este fenómeno universal dificulta la función de la prensa como contrapeso a los extravíos y excesos de los gobiernos y termina por conformar redes de complicidad y encubrimiento entre las redacciones y las oficinas públicas. En Estados Unidos, España, Rusia o China la masa mediática opera como reproductora del discurso oficial, de la verdad única y de la razón de Estado. En no pocos casos los dueños de las instancias informativas se hacen del poder político usando como trampolín el enorme poder de influencia que poseen. Así ocurrió en Brasil con la llegada de Fernando Collor de Mello a la presidencia, otro tanto sucedió en Italia con los impresentables tránsitos de Silvio Berlusconi por la primera magistratura y la tragedia se ha repetido en México con el arribo a Los Pinos de un candidato presidencial forjado por Televisa. En tales casos el sistema de los medios oficialistas ha terminado por convertirse en el oficialismo de los medios, con las consecuencias desastrosas que están a la vista.
El reparto del poder mediático a tercios, entre el sector empresarial, las organizaciones sociales y las instituciones públicas, como lo estipula la
ley de mediosecuatoriana, no conlleva ningún atentado a la libertad de expresión. Es, simplemente, un dique a la impunidad y una vacuna contra la conformación de mediocracias.
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